Nuestra intención, con un entrañable amigo, para aprovechar el Carnaval, era recorrer a pie el camino prehispánico Curva – Pelechuco en la provincia Muñecas, La Paz. Curva es uno de los principales pueblos de la milenaria cultura kallawaya.
Compramos los pasajes en Alto Tejar un día antes de partir. Nos embarcamos a las cinco de la mañana en un bus "Mercedes”. Fueron casi 12 horas de viaje por un camino sin asfaltar, con hermosos pero inhóspitos lugares. En este siglo, llegar a una comunidad dentro del departamento de La Paz puede tomar más tiempo que llegar a Europa, pensé.
A las cinco de la tarde, Curva estaba cubierta por una densa neblina. Nos indicaron que la señora que atendía la tienda más surtida del pueblo también recibía huéspedes.
Al dar una vuelta de reconocimiento fue inevitable sentirse en un tiempo muy antiguo, con un aire cargado de misterio y de leyenda, las casas pequeñas hechas de capas de piedra laja con techos de paja, los árboles cargados de musgo, la neblina y el verde intenso de los cerros por la humedad.
Llegamos con mucha hambre, pero no habían pensiones abiertas, así que nuestra anfitriona nos ofreció preparar una comida. Esa noche cenamos cuyes apanados con ají, papas y choclo, deliciosos por cierto. A las nueve de la noche no había movimiento alguno en las calles y el cansancio nos obligó a dormir.
Muy temprano, iniciamos la marcha hacia Pelechuco. El paisaje era maravilloso, las montañas imponentes, los ríos y vertientes cristalinos y la vegetación abundante. La caminata se hacia dura por la pendiente. En el camino cruzamos con dos pastorcitos que arreaban a unas 15 llamas con algunas crías. Los saludamos y seguimos. Más tarde empezó a nevar, primero tenuemente y luego con insistencia, lo que nos obligó a retornar.
Al volver nos encontramos nuevamente con los pastorcitos que eran hermanos: una niña de ocho años y su hermano de 10, quienes no dudaron en ofrecernos su ayuda para cargar una parte de nuestros implementos y luego su propia casa para pasar la noche.
Armamos un pequeño apthapi sobre un tari que abrieron sobre la tierra cubierta de pasto, el cual contenía papas, chuño y un pedazo de charque. Nosotros abrimos nuestras latas de atún con marraquetas paceñas. Fue mágico compartir con ellos y quedamos admirados con su apertura y su personalidad.
El mayor cuidaba para que su hermana no alzara mucho peso. Y mostraba un absoluto poder de decisión, pues no consultó con sus padres para alojarnos y tampoco se guió por el prejuicio de no hablar con extraños. Todo me sorprendía en aquel viaje.
Poco después de iniciar el descenso, a eso de las cuatro de tarde, llegamos a una pequeña aldea con casitas dispersas. Allí conocimos a los padres de los pastorcitos, una pareja de kallawayas.
La mujer nos instaló en su propia habitación, dándonos a cada uno una cama con pullus muy calientes. Inmediatamente le dijo a su hijo que fuera a pescar a los arroyos cercanos. Fuimos con él y vimos cómo, hábilmente, con un hilo y un anzuelo pescaba pequeñas truchas.
Al volver, vimos al padre sentado en una pequeña cima contemplando el paisaje absorto, en una meditación muy tranquila. Sus gestos y mirada reflejaban una gran sabiduría y un control de todo su entorno. La mamá preparó una sopa con papas diminutas con cáscara, que cualquier niño habría adorado, pues parecía hecha para divertir. Mientras comíamos esa delicia caliente, ella fritó las truchas y las sirvió sobre un puñado de papas hervidas grandes.
Durante esa comida comenté sobre los lindos tejidos que llevaban puestos: el poncho del papá y el aksu de la mamá, quien nos contó que ella los tejía; nos mostró otros tejidos que nos ofreció en venta. Cada uno de nosotros compró uno.
Ella nos describió los íconos, entre animales y fuerzas de la naturaleza. El que más nos intrigó fue el del zorro, por reflejar fidedignamente su pose con la cola y sus orejas paradas, además de los ojos bien abiertos. Esa noche dormimos muy cómodos y calientes. Nos sentíamos envueltos por la magia de los kallawayas y su calidez humana.
Al día siguiente retornamos a Curva, donde se disponían a festejar el Anata Andino. Nos alegramos de volver, evitando la fatiga de recorrer el camino precolombino a Pelechuco. Para el festejo, las señoras cargaban en sus rojos aguayos las plantas de sus cosechas y los varones llevaban sus rojos ponchos, todos con serpentinas en el cuello. Hacían las respectivas ch’allas y rondas alrededor de la plaza.
Uno de los jilakatas latigueaba fuertemente en las esquinas de la plaza con su largo chicote de mando. No tardamos en juntarnos a un grupo de comunarios, con los que compartimos varias cervezas y mucha alegría.
Al día siguiente, martes, no había transporte de retorno, así que paseamos un día más. Fuimos a los bellos parajes que circundan Curva y a Lagunillas, una comunidad vecina. De lejos, Curva se ve sobre una cima de la montaña, coronada por una bruma de neblina que parece rodearla como una atmósfera.
Allá hay un centro de salud especializado en medicina natural kallawaya, lo cual nos sorprendió gratamente. Aquel viaje fue fascinante y quedó pegado en mis retinas. Pero, me falta retornar y llegar a pie -esta vez sí- a Pelechuco.
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