Desde la apacheta se divisa un grupo más o menos grande de casas de adobe con tejados plateados de calaminas a juego con el enorme tinglado que cubre la cancha. Y camiones, buses y coches alrededor del pueblo. Lo que no se aprecia por ningún lado es la capilla de la época colonial en la que está el famoso, venerado, pero también temido, Santiago Apóstol, Tata de Bombori.
Fue un jampiri de Cochabamba que se hace llamar Señor de Bombori y al que la gente llama don Santiago (tiene cierto parecido con la imagen del santo —ver Escape del 6 de abril—), el que me habló de la gran fiesta que se celebra en el pueblo de Bombori, en Norte Potosí, cada 25 de julio, día de Santiago. Es la celebración por excelencia de los yatiris, muchos de ellos elegidos por el rayo. La figura del apóstol sincretiza la impuesta creencia católica con la deidad andina Illapa (rayo, trueno y lluvia). A él acuden “los que saben” para recibir su gracia para todo el año.
El 25 de julio, un grupo de estos sabios están tranquilamente en la apacheta atendiendo sus humeantes ofrendas. Abajo, cerca de la capilla, el ambiente es otro.
Son las 09.15 y, para poder llegar a la fiesta, hay que pasar y pagar el peaje improvisado que alguien ha colocado en el acceso a la localidad. “Son diez bolivianos”, dice un hombre tambaleante vestido con poncho y chullu. Tal como le damos el dinero, lo guarda en el bolsillo. Parece que la farra comenzó ayer, primero de los cuatro días que dura la festividad, y que la va a continuar hoy gracias a la financiación de los que siguen llegando al lugar.
Una mujer arrastra casi de la oreja a su tambaleante marido, hermano, o lo que sea. Está a punto de echarle un rapapolvo. Cerca, con la cabeza apoyada en la fachada de una vivienda, otro tipo duerme en una posición que no parece muy cómoda.
El día anterior llegaron la gran mayoría de los peregrinos y muchos se quedarán hasta el final, aunque no hay muchas opciones para dormir: la casa de algún conocido, una payasa alquilada en un cuarto o el propio auto. Y es que llega gente de todas partes: de Potosí, de Oruro, de Cochabamba... Incluso, hay autos con placas argentinas. Y otros, que no tienen matrícula alguna. Muchos de ellos son challados en el bautizo que se celebrará a lo largo del día.
Malena y Marcelo Villarroel han venido desde la Llajta. Sus familiares son fieles devotos del Tata y ellos, en cuanto dejaron de ser niños, comenzaron a venir. Él lleva ocho años seguidos acudiendo a pedir favores al apóstol. Ha traído el cuadro del santo que tiene en casa y lo lleva bien abrigado dentro de un aguayo en el que también hay billetes tamaño Alasita, pues es plata lo que está pidiendo. Porta también una imagen enmarcada más pequeña para otro familiar.
“Para creer es”, dice Malena del Tata. Asegura que antes le pidió ayuda para sacar adelante sus estudios de turismo y también dinero, y que no le ha fallado. Me invita a probar que no es mentira lo que ella y otros peregrinos cuentan. Si no tengo fe, puedo solicitarle algo pequeño, como hace su prima, quien les acompaña. Es su primera vez ante el Tata y va a pedirle algo sencillo. “Si le cumple, tiene que venir el próximo año”, señala Malena.
Otras personas llevan también aguayos en sus brazos, a los que abrazan como si fuesen bebés lo que están llevando. De algunas telas sobresalen camiones de pequeño tamaño que, como los billetes o las imágenes santas, pueden comprarse en varios puestos que hay en la calle de tierra que sube hacia la capilla, o en la propia plaza donde ese encuentra el pequeño templo, el epicentro de la fiesta.
La fachada de la iglesia es blanca por la cal que recubre la piedra y está techada con paja. A su izquierda se levanta, aunque no parece que le quede mucho tiempo de estar de pie, el campanario, que recuerda a los falsos decorados de los viejos westerns. Tiene dos pequeñas campanas de las que cuelgan, como algas botadas por el mar contra un acantilado, serpentinas ennegrecidas. A sus pies hay una mezcla de gente, carneros, algunos vivos, otros, muertos, y botellas. Es totalmente negra, y no porque esté pintada: es el punto de realización de las ofrendas al Tata.
“Me puedo enfadar”, advirtió el apóstol Santiago cuando llegó a estas áridas tierras hace mucho, pero mucho tiempo. “¡Yo soy el remedio! Ustedes deben amarme, atenderme. Si no, me iré a otro lugar”, espetó a los lugareños. Ésta es una de las leyendas sobre el origen del fervor por esta figura bíblica en la zona, recogida por la investigadora francesa Virginie de Véricourt en Rituels et croyances chamaniques dans les Andes boliviennes. Les semences de la foudre. Para obtener el favor del santo, la gente prendió velas y sacrificó carneros, ofrendas que hoy se siguen practicando.
Sangre por favores
Los machos de oveja son degollados por los propios oferentes a los pies del pequeño campanario. Con un plato de plástico recogen la sangre, que luego lanzan contra la torre. Mientras, otros fieles riegan la construcción con cerveza y otras bebidas y, también, con mixtura. Lo que chorrea conforma un maloliente charco que, por debajo de la basura, de los pies de los creyentes y de los cuerpos lanudos de los carneros muertos, va creciendo y extendiéndose por la plaza en la que conviven, mezclados, borrachos durmiendo la mona, yatiris leyendo la coca, vendedores de cerveza y devotos esperando la bendición.
“Es el segundo año que vengo y el segundo cordero que mato. El año que viene, mataré el tercero”, cuenta un cochabambino que tiene a sus pies su borrego muerto, que va ennegreciéndose. Lo ha comprado al otro lado de la plaza, detrás de la feria en la que se venden desde imágenes del santo hasta barreños de plástico y ajos a granel. Allí, atados a un poste, están los animales, que cuestan 300 bolivianos por cabeza. “Luego lo voy a cocinar y, cuando lo coma, recogeré los huesos y subiré al calvario a enterrarlos”, explica, señalando hacia una ladera por la que se extiende el pueblo. Allá, sobre un pequeño saliente entre las casas, hay una cruz grande y sencilla y una ermita de piedra y calamina, a la que los penitentes dan tres vueltas de rodillas sobre el piso de adoquines. Adentro cabe poca gente, que eleva plegarias ante una pared desnuda y negra.
La capilla del Tata
Aunque por fuera mantenga el estilo colonial, adentro las paredes y el suelo han sido recubiertos con hormigón. Sobre los muros se leen los agradecimientos de los que algunos visitantes han querido dejar constancia en la visitada iglesia.
Al atravesar el concurrido umbral se pasa del frío y el olor a koas, sangre y alcohol, a un ambiente oscuro, caliente y pegajoso, en el que se mezclan los lloros y plegarias de la gente con la voz de la pasante de la fiesta, que pide calma a los que se amontonan frente al altar para dejar presentes al santo, y la del hombre que, a pesar de la falta de espacio, se empeña en recoger la basura en una carretilla y luego pide a gritos que le dejen salir. Dos mujeres parecen estar en trance: abrazan los aguayos en los que llevan sus peticiones y farfullan algo mientras por la cara les caen lagrimones que parecen sinceros.
Pero todo esto no perturba la concentración de los rezos individuales, de los que hay dos tipos: los de los sobrios y los de los borrachos. Un hombre prende una vela con una mano mientras con la otra empina la lata de cerveza, cada vez más inclinado sobre la mesa en la que arden decenas de velas que aportan la única iluminación aquí adentro, pues no hay ventanas ni orificios. Otros hombres, sentados en los laterales, también toman.
Cuando alguien termina el rezo, sale de la capilla marcha atrás para no dar la espalda a la imagen de Santiago.
Y es que hay que tener cuidado con el carácter del Tata, pues no se anda con bromas y uno de sus castigos puede ser la muerte. Algunos de los testimonios recopilados por la investigadora francesa aseguran que ha habido pasantes (porque, como toda fiesta altiplánica, tiene pasantes) que han muerto fulminados frente al altar.
Y con él pasa lo mismo que con la Virgen de Copacabana, cuentan: si una pareja que no está casada acude ante él, los separa (a no ser que tengan mucha fe).
Pero a pesar del temor, sus fieles no le fallan al santo: “Médico es”, dicen todos. Aunque casi todos, más que salud, le piden dinero u otros deseos materiales.
Aunque sea la fiesta de los yatiris, a Bombori acude cualquiera que tenga fe y alguna petición. Ofrendas, rezos y mesas ceremoniales conforman la celebración tradicional, explica Serafín Romero, alcalde del municipio de Colquechaca, al que pertenece Bombori. Los hermanos devotos, Malena y Marcelo, lo corroboran, pero reconocen que cada vez hay más borrachera y que empiezan a surgir fraternidades de morenada al estilo de otros pueblos. El sonido de los sikus es el típico, pues con él los vecinos recibieron al santo cuando llegó al pueblo, según la leyenda.
Ahora, gracias a las donaciones de los fieles, que aportan dinero o materiales, se está construyendo un nuevo templo, más alto y grande que la capilla, de ladrillo y calamina, que contrasta con el colonial. El año pasado se hicieron las paredes; éste se ha colocado el tejado. Aún le faltan las puertas y ventanas. “No hay apoyo de las autoridades”, critica Malena.
El olor a sangre impregna la plaza, por la que es difícil pasar sin meter el pie en una fogata o pisar la cabeza de alguno de los que está sentado. Las gotas de sangre salpican al que pasa. A los vecinos, más que a nadie, les interesa cuidar de su Tata: a pesar de la aridez de la zona hay agricultura, ganadería y se extrae plata. Verdaderamente, no pueden dejar que se vaya a otro lado.
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