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Tuesday, December 25, 2018

Allá donde murió el diablo



Es lejos, tanto que, allá, el diablo no solo perdió el poncho… perdió la vida

Se llama Aullagas y está construida totalmente de piedra.

Incrustada en el cuerpo inferior del puntiagudo Cerro Hermoso, la ciudad de piedra se yergue imponente, enigmática y silenciosa. Su plaza principal, testigo de sus tiempos de gloria, no está ubicada en el centro del conglomerado de ruinas sino a un costado, aparentemente para facilitar el acceso a los yacimientos de plata que forjaron su historia, una que se pierde en los andurriales de los tiempos prehispánicos. El Banco de Rescates, ubicado en una esquina, parece confirmar la versión. En la otra está el templo de San Miguel de Aullagas y, casi frente a él, destaca un promontorio. Cuando uno se aproxima se da cuenta que se trata de una burda lápida con un rótulo inquietante: “tumba del diablo”.

Las leyendas


“El diablo existía aquellos tiempos: lo llamábamos ‘Niño Jorge’ –dice Timoteo Mamani, trabajador de la Cooperativa Minera Colquechaca R.L.–. Existía, dice… como aquí atrás se llamaba Jankonasa, la plata dice que era cuando estaba aquí ‘Niño Jorge’ su mamá o su hermano ‘Huayrafuruca’ se había llamado. El señor Dios había llevado porque aquí había mucha corrupción. No se respetaba ni a su mamá ni a su padre…”.

En la versión de Timoteo aparecen, entremezcladas, muchas de las leyendas que circulan en el norte potosino, específicamente en Colquechaca, capital de la provincia Chayanta del Departamento de Potosí.

Aullagas y Jankonasa eran dos poblaciones prehispánicas que fueron ocupadas por los españoles apenas estos ingresaron al territorio hoy boliviano. La explotación de la plata, que existe en el lugar con una alta pureza, permitió la conversión de esos pueblos en dos pujantes ciudades construidas enteramente de piedra. Durante su periodo de mayor auge económico bullían de gente y, como suele ocurrir al influjo del dinero, fueron escenario de excesos y desmanes.

Como también es común, las vetas desaparecían a veces y sus habitantes creían que era el castigo a sus pecados. Incentivada por la evangelización –y la superposición de cultos–, surgió la creencia de que el causante de todos esos males era el diablo.

La leyenda más común dice que, cuando desaparecieron las vetas, el diablo se apoderó de Aullagas y se instaló en la mismísima plaza principal pero, debido a las oraciones de sus habitantes, el arcángel San Miguel –Timoteo dice que el mismísimo Jesucristo– se apareció para enfrentarle. Le derrotó en mítica batalla y lo mató. Su cadáver fue enterrado ahí, casi frente al templo que lleva el nombre del arcángel, y permanece hasta ahora, apenas unos centímetros bajo tierra.

La tumba está ahí, visible a los ojos humanos, pero la gente de Aullagas ha desaparecido. Se fue hasta la cercana Colquechaca llevándose sus mitos y creencias y, desde luego, a su arcángel San Miguel.

La diablada


Freddy Arancibia Andrade es el antropólogo que más investigó este tema y, plantándose encima de la tumba del diablo, afirma que ese lugar fue un centro ceremonial del ayllu Aullagas Warakjata en el que se adoraba a la Pachamama, la madre Tierra, y al Tanga Tanga, la deidad tricéfala de los cerros.

“El sitio que está tras nuestro, el templo del arcángel Miguel era un sitio ceremonial, una waka sagrada procedente desde el periodo de los charka qaraqara. Aquí se adoraba al Tanga Tanga, un dios tricéfalo, lítico, dios de piedra tallada”, dice.

Los indios qaraqara se comunicaban con la Pachamama mediante el zapateo y, en sus rituales, su marcha es un zapateo a medias pero fuerte, vigoroso; es su manera de avisarle a la madre Tierra que se le está hablando. Y la marcha se convierte en encuentro, en enfrentarse con el hermano para brindar la ofrenda de sangre a Tanga Tanga. Es el origen del Tinku.

Y mientras Freddy habla, comienza a retumbar la tierra. Instintivamente, miramos la tumba para saber si el diablo se levantaba pero no. La tumba sigue ahí… el diablo no se ha movido. Los que provocan el temblor son decenas de danzantes de tinku que marchan, le avisan a la Pachamama que han llegado.

“Ahora imaginen a esos mismos danzantes vestidos de diablos o de ángeles que marchan y avanzan. No saltan todavía pero marchan así, en un zapateo a medias pero fuerte, vigoroso…”.

La leyenda del diablo liquidado por San Miguel comenzó a rememorarse anualmente cada 29 de septiembre, festividad de los santos arcángeles. Los indios se cubrieron con cueros de oveja y se pusieron a bailar; unos se disfrazaron de diablos, otros de ángeles. Es el origen de la diablada.

De pronto, otros danzarines irrumpen en la plaza de Colquechaca. La mayoría están cubiertos con cueros de oveja y algunos llevan máscaras de diablos. Hay también un cóndor, el mallku, el señor de las alturas. Bailan al son de quenas, zampoñas y tambores. Uno de ellos lleva un zorro muerto alrededor del cuello que es depositado sobre la tumba del diablo en un acto que es burla y conjuro al mismo tiempo. Es para que el maligno no se levante nunca más. En un descanso, uno de ellos se quita la máscara y se presenta. “Soy René Quintana –dice– y estos son los tinkudiablos”.

Pero Aullagas se llenó de gente solo ese día, con motivo de la segunda convención internacional de historiadores y numismáticos. La mayor parte del tiempo es un lugar desierto y desolado. “La ciudad perdida de los Andes”, le llaman.

“Entre 1885 a 1895, en esos diez años, en este distrito y hasta 1904 se cerraron180 minas de plata en esta gigantesca montaña –agrega Arancibia–. Miles de trabajadores mineros en las calles, en la desocupación, y al mismo tiempo se abrió la era del estaño y el estaño estaba en las montañas de Uncía y Llallagua”.

Tras el agotamiento de sus minas de plata, Aullagas y Jankonasa se vaciaron de gente. Sus pobladores se fueron primero a Colquechaca y después a Uncía y Llallagua. Con ellos se fueron San Miguel y los diablos. Al finalizar el siglo XIX, grandes grupos humanos se fueron un poco más allá… a Oruro.

La ciudad de piedra se quedó y tanto el templo como sus casas perdieron sus techos, que eran de paja. A Jankonasa la barrieron el tiempo y los saqueos pero Aullagas está allí, incólume. Permanecen de pie el templo, el Banco de Rescates, la casa de fiestas y el pozo de agua que muchos creen que es de la juventud y que han bautizado como “San Rocanto”. Y está la tumba que testimonia que un día, en el imaginario popular, el arcángel San Gabriel nos hizo justicia y mató al diablo. •

(*) Juan José Toro es presidente de la Sociedad de Investigación Histórica de Potosí (SIHP)

La ciudad de piedra

Aullagas es una impresionante ciudad de piedra cuya primera vista nos recuerda de inmediato a Machu Picchu y mueve a pensar que los incas pudieron haber tenido algo que ver en su construcción.

Citando a Waldemar Espinoza Soriano, una publicación oficial de la Alcaldía de Colquechaca señala que “Aullagas y Jankonasa fueron invadidos y conquistados por el inca Tupac Yupanqui entre 1471 a 1482, saqueada toda su riqueza y anexada a la cultura inca, impuesta la política social, el idioma inca, la mitma y mita” (1), referencia que da cuenta que aquellas eran poblaciones prehispánicas.

Freddy Arancibia refiere que “los invasores arribaron a estas tierras por el periodo comprendido entre los años 1535 y 1538 e inmediatamente construyeron templos católicos en las poblaciones nativas catequizando por la fuerza a los naturales. Entonces, muy pronto llegaron a las alturas de la provincia Chayanta donde se yerguen imponentes y azulados picos tocando los 5200 metros sobre el nivel del mar, cubiertas casi eternamente de frío glacial…”. (2)

Entre 1538 y 1541 son construidos los templos de San Miguel de Aullagas y San Gabriel de Jankonasa (3). Según Arancibia, su objetivo era eliminar el culto a la Pachamama y Tanga Tanga. Jankonasa ha desaparecido, probablemente por causa de los saqueos, pero Aullagas permanece mostrando cómo se construían las ciudades tanto en tiempos prehispánicos como en los primeros años de la colonia. “Si bien se trata de una ciudad precolonial, por su trazo y distribución de calles, en la construcción recoge generosamente la herencia prehispánica de su antecesora, Jankonasa, sintetizada en la tecnología de doble pared, siempre en piedra. La doble pared, una interior y otra exterior, era la mejor respuesta del minero de esas épocas para combatir las inclemencias del tiempo” (4).

1) COLQUECHACA, Gobierno Autónomo Municipal de. AULLAGAS PATRIMONIO TANGIBLE INTANGIBLE. Sin datos de imprenta. 2018. Pág. 3.

2) ARANCIBIA Andrade, Freddy. DIABLADA AMERICANA. Origen de la Danza en el Norte Potosino: la tierra de los Tinku-Diablos. Grupo Editorial Kipus. Quinta edición. 2016. Pág. 44.

3) COLQUECHACA. Op. Cit. Pág. 3

4) Ídem. Pág. 1

Cómo llegar

Para llegar a Aullagas se debe pasar primero por Colquechaca, la capital de provincia, que está ubicada a unos cuatro kilómetros de la ciudad de piedra.

Aunque todavía no cuenta con infraestructura hotelera adecuada, Colquechaca también es un lugar digno de visitar porque allí están las viviendas de expresidentes como Aniceto Arce, Gregorio Pacheco y del príncipe de La Glorieta, Francisco Argandoña, quien también instaló allí el banco más antiguo de Bolivia.

Un atractivo adicional son las monedas del “tapado” que fue encontrado recientemente y que son exhibidas en las oficinas de la Cooperativa Minera Colquechaca R.L.

Para llegar a Colquechaca desde Potosí se puede tomar buses de la terminal interprovincial (conocida como exterminal) todos los días. La mayoría de las flotas que prestan el servicio salen a partir de las 6:00. El tiempo de viaje es de dos horas y media.

Desde Sucre es más complicado porque la flota San Salvador asigna apenas un bus que realiza el servicio solo los jueves.

Una vez en Colquechaca, se debe acudir a la Unidad de Turismo de la Alcaldía que asigna un vehículo para llegar hasta Aullagas. Desde allí, el viaje dura 10 minutos.






Tuesday, November 7, 2017

La leyenda de Tembladerani

Antes de iniciar la narración de Tembladerani, haré una ligera relación de los temblores de diferentes grados de intensidad que asolaron las diferentes zonas de la ciudad de La Paz. –Datos que me fueron proporcionados gracias a la gentileza del entonces Director del Observatorio de San Calixto, el sacerdote Jesuita Ramón Cafré.

El 2 de abril de 1582, se produjo uno de los primeros temblores, que se sabe ocurrieron en La Paz; esto se supo recién en 1752 por una publicación anónima en Amsterdan, titulada Antiguas Revoluciones del Globo.

En 1681, la crónica de los padres agustinos de Lima, relata un movimiento sísmico que destruyó los pueblos de Canona y Ango-ango, comentado por Diego Cabeza de Vaca.- El historiador nacional Luis S. Crespo en su obra “Geografía de Bolivia”, dice que los pueblos desaparecidos estaban a una legua de distancia de la ciudad de La Paz.

En el año 1837, hubo otro deslizamiento próximo a las colinas de Killi-killi. –En el año 1873 hubo un temblor de mayor intensidad, fue en la región de Tem-bladerani, en este desastre murieron 72 personas.

El 21 de febrero de 1947, a las 13:35 se sintió un temblor de mayor intensidad cuyo epicentro se hallaba en la población de Sorata, en los pueblos de Consata y Mapiri, donde fueron destruídas 120 viviendas.- En la ciudad de La Paz, se rompieron vidrios, se rajaron las casas, se desmayaron varias personas y otras presas de pánico, salieron a las calles para protegerse de los posibles derrumbes, pero felizmente el sismo duró pocos segundos.

El 23 de agosto de 1957, sorprendió a la ciudad otro temblor, que también tuvo su origen en la región de Consata.

Finalmente el 1 de agosto de 1963, a 300 kilómetros de La Paz, se produjo un temblor de 4°, originado a 543 kilómetros de profundidad.

En los datos proporcionados por el padre Cafré, no figura un temblor ocurrido en 1939 en la región de Mallasa, que dividió una propiedad en dos partes, cortando el camino con un deslizamiento de 100 metros más o menos.

TEMBLADERANI.- Ahora voy a referirme al sismo de mayor magnitud ocurrido en esta ciudad el año 1873, en la zona que hoy se llama Tembladerani, debido al fuerte temblor que su-frió y del que fue testigo ocular mi abuela materna. Inesperadamente en la ciudad se escucharon ruidos extraños, semejantes al retumbar de un trueno lejano; la población alarmada se dirigió al lugar de donde provenían los ruidos y entre los curiosos estaba mi abuela; quedó aterrada al contemplar como se habían abierto enormes grietas, transformando completamente esa región en barrancos y promontorios de tierra irregularmente situados.- Al producirse los deslizamientos, habían arrastrado viviendas campesinas, sembradíos y ganado.

Todo aquello ofrecía un cuadro desolador, algunos bueyes enterrados hasta el cuello; otros, de los que sólo aparecían sus extremidades; murieron en este desastre 72 personas.

Pasado el temblor, los campesinos, sus fa-miliares, llorando, cavaban la tierra para recuperar a sus familiares, sus bienes y el ganado muerto; contaba mi abuela que los padres franciscanos rezaban, y echando agua bendita, caminaban por esos campos desolados, un-giendo a la vez el agua a los aterrorizados pobladores.

LA LEYENDA.- Este hecho ocurrido hace más de 100 años fue narrado de padres a hijos, cuando no se conocía la radio, la televisión y otros adelantos de la vida moderna. En esa época, en todo hogar, la familia se reunía en el comedor y de sobremesa dialogaban, comentaban hechos ocurridos, leyendas, casos extraños, extraordinarios de desaparecidos, pícaros fantasmas que jugaban bromas pesadas, lo que en la actualidad podríamos calificarlos co-

mo casos metafísicos, y de otras narraciones como las crónicas de la Supay Calle, la viuda de Churubamba, etc. De esta manera llegué a conocer la leyenda de Tembladerani, basada en un hecho real.

En esa época Tembladerani era una región fértil con extensos campos de cultivo, especialmente de papas, maíz, hortalizas y guindales, donde centenares de campesinos vivían felices y ajenos a lo que ocurriría el día menos pensado.

Era un día de sol, que los campesinos aprovechaban para cosechar las papas; cada familia formando un grupo aparte, se dedicaba a escarbarlos surcos y extraer el producto de su trabajo.

Cuando estaban entretenidos en plena cosecha, se presentó una señora de rostro pálido, vestido de negro, acercándose al primer grupo pidió le obsequiaran un poco de papas, la campesina le dio una pequeña cantidad, diciéndole en tono cariñoso: Mama, cómo viniste de tan lejos por un poco de papas, a ésta y a las que tenían igual comportamiento, les indicaba que se alejaran de inmediato del lugar, lo más distante posible con sus familiares y sus animales; otras, que sólo la insultaban y se negaban a darle papas; no les decía nada y se alejaba en silencio; recorriendo de esta manera toda la extensión del poblado.

Cuando ésta señora terminó el recorrido y desapareció, la tierra comenzó a temblar y con estruendo aterrador se abría y deslizaba para sepultar en sus entrañas viviendas, campesinos, animales y el producto de ese día de co-secha.

El pueblo, en sus comentarios, decía: que la señora que caminó ese día sobre los sembradíos, fue la Virgen de la Concepción que se presentó para probar el corazón de los pobladores y premiar a los buenos y caritativos.

A este movimiento sísmico debe Temblade-rani su nombre; al revisar una escritura de ven-ta de un terreno de la región, fechada en 1910. El nombre de toda esa región era provincia de San Pedro de Nuestra Señora de La Paz y la parte que forma las calles Aspiazu y Abdón Saavedra se llamaba Huaychuni. Este fue su verdadero nombre.

Thursday, May 25, 2017

La leyenda detrás de los ríos Bermejo y Pilcomayo



Son diversos los mitos y leyendas que envuelven el verdadero origen de los ríos Bermejo y Pilcomayo. Ambas vertientes atraviesan territorio tarijeño y son considerados míticos por los antecedentes que tienen.

Una de las primeras teorías habla de los dioses guaraníes, que por expandir su territorio en el Gran Chaco, dividieron al Pilcomayo, desembocando en el que ahora es el río Bermejo.
La leyenda cuenta que después de la creación de este gran río, Tupá, dios mítico, confió a Guarán la administración del Gran Chaco, territorio que se extendía más allá de la selva ubicada en el centro de Sudamérica.
Tupa le decía a Guarán: “Distribuirás en él las riquezas, cuidando de proveerlo de todo lo que haga falta”, habiéndole dicho eso. Todo en el Chaco era misterio y seducción en el marco de un destino incierto.
Guarán comenzó la gran tarea, con empeño encomiable procuró que la riqueza en la flora y en la fauna -buenas tierras y ricos montes- sean distribuidas de la mejor manera entre sus descendientes. Y también gobernó sabiamente a su pueblo, logrando una verdadera civilización.
Cuentan habitantes del Gran Chaco que Guarán tuvo dos hijos: “Tuvichavé” y “Michiveva”, cuyas idiosincrasias eran radicalmente opuestas. “Tuvichavé”, el mayor, era impetuoso, vehemente, brioso y decidido; mientras “Michiveva”, el menor, era reposado, pacífico y calmo.
Esa desigualdad de idiosincrasias no afectó las relaciones en vida de Guarán, por la gran autoridad que imponía frente a sus descendientes. Pero, acaecida su muerte, y legada la administración del Gran chaco a sus hijos en común, las disputas eran frecuentes. “Tuvichavé” y “Michiveva”, cuyas idiosincrasias eran radicalmente opuestas empezaban a despertar sus diferencias.
Relatan que un día apareció, “Añá”, considerado un dios diabólico, que en su afán de sembrar cizaña entre los hermanos (“Tuvichavé” y “Michiveva”) les aconsejó zanjar sus discrepancias a través de competitividades y habilidades, para ver quién era el mejor.
Añá un día encontró a los hermanos y les dijo: “Resolved vuestras cuestiones compitiendo con destreza”. Tras esto los hermanos, cegados momentáneamente, no supieron afrontar con entereza y sabiduría tal consejo, y convinieron resolver sus rencillas por su habilidad física.
Para hacerlo, subieron un día a los cerros que lindaban con el Gran Chaco y entre pruebas de habilidad; manejo de la flecha, resistencia física y otras, disputaban su hegemonía en el territorio.
Nuevamente la acción maligna de Añá hizo de las suyas, una flecha disparada por Michiveva, el hermano menor, pacífico y calmo, dividió en dos el corazón de Tuvichavé, el hermano mayor.
El mito da cuenta que la sangre de Tuvichavé brotó a borbotones y con fuerza. Ésta bajó los cerros hasta el Chaco, internándose en su territorio, formando así un río de rojas aguas. Este caudal fue denominado “I-phytá” (Nuestro Bermejo), lo que hoy es conocido como río Bermejo.
Michiveva, al tener conciencia de lo que había hecho, fue preso de un ataque de llanto y desesperación. Y las aguas que vertieron sus ojos corrieron tras el río de sangre de su hermano. Así se formó el Pilcomayo, siempre a la par del Bermejo.
El Gran Chaco se quedó sin jefe. Siguió formándose con la espontaneidad de la naturaleza, enmarañada, impenetrable, surcada por los arreboles del rojo río nacido en el corazón de Tuvichavé: el “I-phytá”.
Esta hermosa leyenda relata la historia de dos dioses míticos hermanos, que por cizaña de un dios diabólico, terminaron enfrentados. La sangre y las lágrimas de ambos formaron lo que hoy son nuestros majestuosos ríos, Pilcomayo y Bermejo.
Las aguas del Bermejo
Las tierras que recorría el Bermejo eran disputadas por dos tribus enemigas: los tobas y los matacos. La mayor afrenta que sufrieron los tobas durante esa larga guerra fue la captura de la hija del cacique, que pasó de vivir en sus chozas a vivir en la de los matacos.
Aunque extrañaba a los suyos, poco a poco sus captores se le hicieron menos extraños, sobre todo desde que conoció al hijo del cacique y comenzaron a pasar largas horas juntos. Finalmente, se enamoraron.
Empero la relación era imposible, pues la unión entre una toba y un mataco estaba prohibida por los hombres y maldita por los dioses.
Cuando el consejo de la tribu dio órdenes estrictas para prohibir los encuentros entre los jóvenes, ellos establecieron citas secretas y se amaron más todavía a la sombra de su secreto.
El cacique habló con voz suave y firme. Era preciso que todos respetaran las tradiciones de la tribu, con más razón tratándose del heredero de la autoridad.
Ante la decidida oposición de los jóvenes príncipes, el consejo emitió el fallo final: los amantes serían sacrificados, se les arrancarían los corazones y éstos serían arrojados al río, como lección y advertencia para quienes se atreverían a contrariar las leyes de los hombres y las disposiciones divinas.
Al mediodía, los jóvenes fueron llevados a lo alto del barranco y muertos por el haiawú, cuando el agua aceptó sus corazones sangrantes, se tiñó de rojo para siempre.
A los pocos días hombres, mujeres y niños volvieron al barranco para comprobar la noticia que se había difundido. Para sorpresa de todos los corazones no habían sido arrastrados por la corriente, flotaban juntos exactamente en el mismo lugar en que habían caído.
Pasados varios días se acordó sacar los corazones del agua y convertirlos en cenizas, el objetivo era terminar con cualquier rastro de ese amor.
A través de una gran ceremonia quemaron los corazones en una gran hoguera. Cuando los indios se retiraron a sus chozas sólo quedaba un montículo grisáceo y una tenue cortina de humo.
Días después, cuando un enviado volvió al lugar para comprobar que las cenizas hubieran sido dispersadas por el viento, vio con un asombro cercano al terror que donde estaba el fuego había crecido un arbolito desconocido.
Entre sus verdes hojas mostraba dos únicas flores rojas, una al lado de la otra, en forma de corazón.
A la sombra del letanetá, como llamaron los matacos a la nueva planta, y mecida por las aguas del río que encontró su nombre, nació entonces la amistad entre tobas y matacos, que todavía luchan en el monte para sobrevivir.

El Pilcomayo: leyenda del Palo Borracho

Cuentan que el “Palo Borracho” fue apreciado por los habitantes de las márgenes del río Pilcomayo porque con su tronco enorme en forma de botellón hacían canoas, bateas y “Cachiveo” (especie de embarcación liviana y resistente); además recipientes para la aloja y para amasar la harina.
Sirve para yesca, moldes, etcétera. El salteño le llama “yucan”, el guaraní “samohú”, y los tobas le dan el nombre de “copadalick”. Su nombre clásico es “schorissia”, sus flores son rosas, amarillas, blancas o lilas.
No se le conocen cualidades curativas, pero su sombra es codiciada por el perímetro que abarcan sus ramajes. Se da en clima cálido y seco, y se tiene entendido que mientras más lejos se encuentra el agua, más desarrolla su tronco.
Su pulpa fofa, va almacenando la humedad de la tierra, el rocío que cae en sus ramas y tronco se conserva en la enorme “botella”. Su fruto es una vaina más grande que una nuez y al madurar se abre, brota de él una cantidad de semilla y copos de algodón suave.
Sobre este hermoso y extraño árbol se teje una de las leyendas más contadas en los pueblos indígenas que viven a orillas del Pilcomayo. Según relatan, en los tiempos en que la luna bañaba su precioso disco en las aguas de los grandes ríos aprisionados, existía una tribu de indios cuyos hombres eran de un valor extraordinario, y sus mujeres de mágica hermosura.
Una de ellas sobresalía de todas por su exquisita bondad que se unía a sus nobles condiciones para completar un digno marco de atracción y de alabanzas. Muchos guerreros ambicionaban llevarla a su tienda para compañera, y muchas estrellas fueron testigos de las rondas y canciones que le prodigaban al son de instrumentales y sonoros acordes.
La joven india, que había rendido las pruebas que se exigían a las mujeres de su tribu llegadas a la pubertad, tenía su elegido en uno de los indios de su pueblo, era un esbelto guerrero que en más de una ocasión había puesto a prueba su coraje.
El amor los fue uniendo hasta que quiso la fatalidad que la tribu se trabara en lucha con otras enemigas. Partió el amante con sus compañeros, no sin antes solicitar de los labios de la amada la fidelidad que guardaría durante su ausencia.
Ella le prometió un amor eterno y juró sobre los huesos de sus abuelos que no uniría su cuerpo a otro que no fuera el que había elegido y amado con extraño frenesí. Su espera sería eterna, hasta que las sombras la arrojaran en medio de la noche y la muerte le diera el sosiego a su espíritu dolorido.
Transcurrieron muchas lunas sin que los guerreros ofrecieran noticias. Cuando la convicción de la muerte se extendió por la tribu, la india, desposeída de su bien amado por el triste designio, escuchó indiferente palabras de amor de bizarros hombres del pueblo.
A ninguno hizo caso, porque en su corazón se había abierto una herida profunda causada por el dolor y que no se restañaría por largo tiempo.
Desesperada se hundió en la selva para dejarse morir en ella. Poco tiempo resistió el peso de la vida su físico debilitado. Una mañana, a la llegada de la primavera, los indios que se dirigían a cazar, la encontraron muerta entre los matorrales.
Decidieron llevarla hasta el pueblo; pero, al momento de cargarla sobre una parihuela notaron que sus brazos se alargaban en forma de ramas y que su cuerpo se redondeaba tomando, la forma de un árbol de extraña configuración.
Su cabeza se doblegó hacia el naciente, sobre el tronco y de los dedos: empezaron a brotar flores blancas de gran hermosura. Los indios retornaron impresionados a su tribu y allí contaron lo que habían visto.
Sólo algunos días después se animaron a volver al lugar donde se hallaba la india muerta, convertida en árbol. Al llegar comprobaron que las flores se habían teñido de un ligero color rosado y que ya no había quedado ningún vestigio, de humanidad. El árbol se levantaba seguro sobre su robusto tronco y su ramaje florecido, se desparramaba en su graciosa copa.
La leyenda termina diciendo que las flores blancas son los suspiros de amor y las lágrimas de la india se tiñeron de rosa por la sangre derramada en el campo de batalla.

PROBLEMA: Río Pilcomayo sufre fuerte contaminación

A lo largo del siglo XX, y especialmente a finales del mismo, el río Pilcomayo se ha visto muy afectado por la contaminación provocada por el vertido de escorias mineras y efluentes semicloacales en la zona andina de Potosí, afectando las zonas aguas abajo, en especial la zona del Chaco.
Por otra parte las aguas de su curso medio han desaparecido casi debido a los desvíos artificiales de agua.

Saturday, November 12, 2016

La “llorona” asusta a San José de Pocitos



Desde hace varias noches atrás, los vecinos que viven cerca de la frontera de Yacuiba y Salvador Mazza, no pueden dormir tranquilos, pues oyen un lamento que viene de lo lejos y que lo atribuyen a la “llorona”; una mujer de pelo negro y vestida de blanco, cuya alma en pena divaga por los esteros oscuros en busca de sus hijos fallecidos, según cuenta una leyenda.

Alex es un joven vecino de la zona y cuenta que los habitantes del lugar temen salir en altas horas de la noche debido a que la leyenda de la “llorona” volvió a ser escuchada con más fuerza en los últimos días, avivada por la reciente aparición de un espectro en Salvador Mazza, que fue capturado en una imagen por gendarmes de Argentina.
Una quebrada divide a San José de Pocitos (Bolivia) de Salvador Mazza (Argentina), misma que según los vecinos es muy peligrosa porque por ahí transitan malvivientes y personas dedicadas a lo ilícito, de ambos países. Desde la casa de Alex, la espera empieza en el afán de confirmar los rumores que atemorizan la frontera.
Es la una de la madrugada y tras varios mates cebados, se empieza a escuchar unos gritos, como una especie de lamentos por un lapso de tres minutos aproximadamente. No son lamentos constantes sino que irrumpen como si quien los provocase se tomara el aire para gritar lo más fuerte posible.
Provienen de adentro del monte negro que separa a ambos países, y por la distancia son demasiado débiles para ser grabados. Si bien podría tratarse de un animal, para Alex y sus amigos no hay dudas, es la “llorona” que se acerca al lado boliviano. Incluso algunos aseguran que ha llegado y se aparece por el cementerio, ubicado al lado de la quebrada.
De día, San José de Pocitos se ve poblado a diferencia de la noche. Doña Isabel quien vive cerca del cementerio, cuenta que una noche escucharon llantos similares provenientes del interior.
“Era tarde, tipo la media noche –relata-, aquí a veces no se puede dormir por el calor entonces nos ponemos a matear entre familia o con algún conocido. Y fue hace una semana mientras charlábamos, que escuchamos que gritaban desde el cementerio, algunos muchachos que pasan por ahí contaron que escucharon también los gritos, por lo que ya no han estado yendo últimamente por esa parte”.
Doña Isabel no es la única que oyó gritos provenientes del cementerio, pues don Alberto quien es albañil y vive por ahí, asegura que también los oyó recientemente cuando retornaba a su casa, sólo y después de una noche de farra.
“Pasaba por la acera del cementerio y de repente oí un grito fuerte que venía de adentro. Yo no soy de temerle a esas cosas pero con tanto comentario de los vecinos de acá me persigné y pasé nomás sin mirar por las rejas. Vaya a saber si era la “llorona”, pero se me estremeció el cuerpo como si me avisara de algo, y eso que soy baquiano oiga”, comenta.
Ya sea del denso monte que separa a Bolivia de Argentina o desde el cementerio, los relatos se parecen y proliferan, llegando incluso a Barrio Nuevo, otro lugar cercano a la frontera y similar a San José de Pocitos.
Los comentarios pertenecen a gente de todas las edades, pero quienes más temen son los niños, que últimamente según doña Isabel dejan de jugar más temprano o cuando ven que el movimiento en las calles comienza a disminuir.
“Algunos papás están contando la historia para que un poco se recaten sus hijos, ya no se ve como antes a los chicos jugando, otra cosa sería decir por el tema de la delincuencia que es un problema que teníamos también acá, por pandillas que salen solamente en la noche, pero los niños le tienen más miedo a la llorona”.
A esto se suma una imagen que circula en todos los celulares, donde se muestra la figura de una mujer vestida de blanco y con pelo largo. “Se dice que gendarmes fotografiaron a La Llorona”, reza la descripción que acompaña la foto subida por el medio de comunicación “Noticias Pocitos”, donde se observa la figura de la mujer en medio de la oscuridad.
Si bien la historia de la llorona es conocida en toda Latinoamérica, varía en sus detalles dependiendo de cada país. En Argentina existen dos corrientes; una que habla de que era una mujer que mató a sus hijos arrojándolos a un río, por lo que se suicidó a causa del sentimiento de culpa. Se la describe como una mujer alta y estilizada vestida de blanco, a quien no es posible verle la cara y, en algunas ocasiones, tampoco los pies, de modo que parece que flota en el aire cuando se mueve.
Se ve a la llorona como un espíritu que constantemente busca venganza y que anda por las noches preguntando donde están sus hijos.
“Si se le encuentra por los esteros con esta pregunta entonces deberán decir una dirección y ella irá tras la misma, pero en caso de decir no sé, muestra su verdadero rostro que es como demonio. Por otro lado, están quienes piensan que solamente es un alma en pena que está sufriendo por la pérdida de sus hijos y que necesita consuelo para estar mejor”, explica don Alberto Cáceres, ávido lector de leyendas urbanas de todo el mundo.
Cuenta que la otra versión de la llorona da cuenta de que era una mujer que allá por el año 1975, cuando Argentina estaba en guerra, cuidaba su hija de casi 2 años como cualquier madre lo haría, pero un día se la arrebataron. Se llamaba María del Carmen Monterriego, quien según dicen, tras la pérdida de su hija deambuló descontroladamente por las calles hasta que un día se ahorcó en una cabaña abandonada y alejada, por el año 1978. Su cuerpo fue hallado luego por la Policía, después de un año de búsqueda.
Se piensa que quien oye o logra ver a la llorona, es un signo de mal presagio, pues se cree que a partir de aquello todo le saldrá mal en adelante, sobre todo porque se enfermará, o alguno de sus familiares se pondrá mal, empeorando así su situación.
Por último, algunos dicen que ella les da un abrazo de muerte a quienes andan en caballo a altas horas de la noche. En caso de encontrarla de frente, según Cáceres, ya no grita solamente, sino que exclama: “mi hija!, mi hija!, donde está mi hija, te quiero, vuelve hija”.
Más allá de que algunos crédulos se toman en serio la leyenda, hay quienes no creen para nada en que la llorona se esté acercando cada vez más a Yacuiba.
Algunos relatos obtenidos de vecinos que viven más hacia el centro de la ciudad, dan cuenta de que hace un par de años circuló una historia similar, la de una mujer de buena posición social que vivía en una de las casonas antiguas del casco viejo yacuibeño, quien por problemas sentimentales perdió la cordura y empezó a divagar de madrugada por las calles atemorizando a quienes se cruzaban en su camino.
Jorge es un taxista de Tarija que vive en Yacuiba hace 12 años, asegura que vio a esta mujer, caminando en una de las plazas de Yacuiba, que se caracterizan por el verdor de sus jardines y sus esculturas.
“Yo vivo en Barrio Nuevo y es cierto que se está empezando a hablar con fuerza de la llorona. Sería mentirle si le digo que no oí algunas noches esos quejidos, pero fácilmente podría tratarse de algún bromista, gatos o algún tigre que vive en el monte. Lo que sí puedo atestiguar es que hace un tiempo vi a una mujer de pelo negro deambulando por las plazas, colegas taxistas también la vieron pero en otros lugares, lo último que se dice es que la mujer enloqueció y se la llevaron a un manicomio”, finaliza.

LA LEYENDA SEGÚN EL PAÍS DE ORIGEN

La llorona de Perú
El origen de la Llorona de Perú se remonta a los tiempos coloniales. Por aquellos días había una señorita llamada Carla Tuesta de Soldevilla y Rosario de los Santos, la cual era la hija de un hacendado con mucho dinero y poder. Carla se enamoró de un joven común y decidió comenzar un amorío a escondidas de su padre. Pasó el tiempo y juntos tuvieron tres hijos; pero un día la joven encontró a su prometido con una amante, por lo que cegada por la ira mató a su pareja infiel y a la mujer. Después hizo lo mismo con sus hijos, y luego se suicidó.

La llorona en Ecuador
La leyenda cuenta que hace muchos años, una mujer fue abandonada por su esposo. Ella se quedó sola, sin dinero y con un pequeño niño a cuestas. Esta situación enloqueció por completo a la mujer que había creído ciegamente en el hombre que luego la engaño y humilló. En un arrebato de total locura ella se dirigió rápidamente al río, en donde ahogó a su hijo. Luego, al tiempo recobró temporalmente la cordura y se dirigió al río para buscar a su primogénito. Con el correr de los días encontró el cuerpo, pero al mismo le faltaba un dedo.

La llorona en Colombia
En Colombia la llorona deambula con un niño en brazos. Éste parece un ángel pero tiene su mirada clavada en la madre como si ella hubiera sido quien le quitó la vida. Esta alma vaga y grita del dolor que le causa la muerte de su hijo, se paran grillos en su cabello y tiene también la cara como una horrible calavera que dentro de sus ojos alberga bolas de fuego que no se apagan. Algunos nombres que se le dan a este espíritu son “La María Pardo” o bien “la Tarumama”.

Saturday, November 5, 2016

Los duendes, más que una leyenda en Tarija



En nuestra tierra chapaca los relatos sobre el duende para algunos ya han quedado en el recuerdo; sin embargo para muchos adultos mayores tienen un gran valor, sobre todo por los rastros que esta extraña criatura habría dejado.

La cultura tarijeña desde siempre supersticiosa ha creado mitos alrededor de este ser. Así, es inolvidable el año en que cientos de tarijeños se dirigieron al parque de Las Barrancas, debido a que en ese lugar había aparecido una mini ciudadela que poseía casas, aeropuerto e incluso estadio. Más tarde se dijo que se trataba de una obra de estudiantes de arquitectura y todo volvió a la normalidad.
Sin embargo, Las Barrancas no fue el único lugar donde se cree haber percibido la existencia de estas pequeñas criaturas. Se cuenta también que en los antiguos edificios la presencia de este personaje fue muy evidente. Tal es así que la dueña de la antigua casa ubicada en la esquina general Trigo y Domingo Paz, donde hoy está instalada una conocida juguetería, dice haber visto al pequeño individuo correr por su cocina.
Los vecinos relatan que en repetidas ocasiones se perdieron los panes que horneaba dicha señora. Pero además de las construcciones, los lugares descampados fueron también argumento de muchas historias. Los cerros erosionados de San Blas dieron mucho que hablar a los vecinos de la zona como también a cientos de jóvenes que acudían a dicho lugar a beber, alejados de la guardia policial.
“Estaba caminando a las nueve de la noche por el camino de tierra y vi a un pequeño hombrecito sentado y le pregunté qué hacía sin su mamá porque pensé que era un niño y cuando se iba a dar la vuelta me eché a correr porque sentí una rara sensación en el cuerpo”, afirma Agustina Jaramillo, una vecina de la zona San Blas quien también señala haber visto al duende en su horno de barro.
Empero, una historia más escalofriante es la que le sucedió a Fabricio, quien según su padre fue llevado por el duende cuando apenas tenía cinco años. “Desde ese entonces mi hijo ya no es el mismo, es un poco loco”, cuenta Gumercindo y recuerda que ese día ellos habían salido a su terreno a cosechar papa, cuando en un momento se percataron que su hijo ya no estaba jugando junto al árbol.
“Corrimos por todos lados, recuerdo que eran las tres de la tarde y luego de buscar por todas partes lo encontramos a las seis de la tarde llorando en medio de unos matorrales”, relata y agrega que el niño les dijo que había estado jugando con otro niño. Hoy Fabricio tiene 40 años, es soltero, introvertido y se niega a hablar sobre el tema.

Caracterización del duende
Según cuenta el escritor tarijeño René Aguilera Fierro el duende es un hombrecillo pequeño y gordito parecido a un niño o a un enanito travieso, forzudo y cuyas características principales son sus manos; una de fierro y la otra de lana. Además posee un gran sombrero de grandes alas que le cubre el rostro.
Algunos ancianos consultados afirman que se trata de un negrito o de un hombrecito de piel blanca, orejudo y de boca grande que gusta vestir ropas elegantes y colores vistosos. “Nunca camines solo por el campo”, es la advertencia que ellos hacen.
Un campesino de San Luis contó que una noche de 1985, cuando él iba a caballo con otro amigo vio saltar a un chiquito a la orilla del camino. Al ver esa figura en ese camino tan solitario y en horas tan inoportunas, ambos se extrañaron, bajaron el ritmo de los caballos para preguntarle hacia dónde se dirigía.
“Voy a hacer un mandado”, dijo el personaje. Pero a pesar de que apresuraban el paso, el chiquito los seguía a cierta distancia, con una habilidad increíble. Aquel espectáculo les puso la piel de gallina, tanto que ya no quisieron mirar hacia atrás. Cuando se animaron a dar la vuelta, el pequeño había desaparecido.

Los niños y los duendes
Definitivamente, no hay una sola persona en Tarija que no haya escuchado hablar de los duendes. Tanto que las madres amedrentan a sus niños con este tipo de frases: “Te van a llevar los duendes”. Pues según la leyenda se dice que la inocencia de los niños percibe más fácilmente a los seres mágicos.
Y, sin duda, el mito de los duendes afirma que estos persiguen más a los niños de corta edad, los engañan con confites y juguetes bonitos, así se los llevan de sus casas para perderlos. Si el niño no quiere irse, se lo llevan a la fuerza; aunque llore o grite.
Según Aguilera el duende aprecia a los niños principalmente a aquellos que no han recibido el bautizo. Escoge para jugar a niños de edades que oscilan entre los recién nacidos y los chiquillos de edad escolar. Se contaba que estos seres gustaban de llevarse a los bebés sin bautizar para dejarlos abandonados en lugares distantes, razón por la que se aconsejaba poner tijeras bajo la almohada del niño. Según se creía era el único objeto que ahuyentaba al duende.
“El duende se lleva a los pequeños mostrándoles regalos y juguetes. Riendo y saltando llegan a los matorrales y parajes solitarios. Empero ese buen humor dura hasta que el niño se pone insoportable y viene la pregunta: ¿Con cuál de mis manos quieres que te pegue con la de fierro o la de lana? Por su puesto los niños escogen la de lana. Y debido a los gritos alguien acude y rescata al niño”, cuenta Aguilera Fierro.
Los relatos de los tarijeños sobre esto expresan que varios niños fueron recuperados de entre los matorrales, lugares donde el niño no podría haber llegado solo. Los niños cuentan haber jugado con un enanito reilón que les obsequió dulces y juguetes. Se cuenta también que suele hacer finas trenzas en los cabellos de los niños, pero también en la cola de los caballos y vacas.
Algo muy parecido a esta historia le sucedió al hijo de Florentino Camacho. Sus padres lo buscaron por todos lados, se había perdido hacía dos días y fue encontrado en un matorral. Cuando se le pregunto cómo había llegado allí, dijo que unos hombrecitos muy pequeños se lo habían llevado, dándole confites y juguetes. Pero cuando estaban lejos, lo pellizcaban y molestaban. Mientras él lloraba, los personajes reían y bailaban.

A las jovencitas
Cuentan también en el Chaco que a las jovencitas que tienen novio y cuando éste está de visita, las fastidian con órdenes o secretos malignos al oído, que hacen que el pobre joven se indigne y termine el noviazgo.
Si no está presente el muchacho o pretendiente, las perturban en la casa con órdenes y consejos, hasta que logran que no se realice el matrimonio. Durante el sueño, estos espíritus les ocasionan pesadillas, las llaman a un lugar conocido, hasta que las tornan sonámbulas. Así dicen que se han encontrado varias vagando lejos de su casa. “Van o vienen por determinado sitio sin darse cuenta ellas de tal acto, hasta que alguno de la familia o conocido las encuentra en estado de subconsciencia”, explica Justino, un habitante de Villa Montes.

CREENCIAS Y ALGUNOS
DATOS SOBRE LOS DUENDES

Las tijeras
En Tarija, cuando se tenía un niño recién nacido se acostumbraba poner tijeras bajo la almohada, pues éstas impedían que el duende se lleve al bebé.

Duendes de hogar
Los duendes domésticos prefieren habitar en los hogares o en sus alrededores. Muchos tarijeños afirman que cuando hacían pan en horno de barro siempre resultaban faltando.

Duendes dañinos
Si bien, en general, son considerados seres amistosos, también se dice que hay algunos duendes dañinos, incluso existe la creencia de que se llevan a los niños pequeños, sin bautizar, al bosque.
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Monday, August 31, 2015

El Lari-Lari

Cuentan que el Lari-Lari, cuya apariencia era similar a la de los animales fabulosos, tenía alas de cuervo, cabeza de gato montés, colmillos de leopardo, cola de lagarto y patas terminadas en pezuñas de macho cabrío. Su tamaño era superior al de un felino salvaje y su olfato, más desarrollado que el de un perro policial, le permitía oler a la distancia a un niño recién nacido.
No se lo veía de día, excepto cuando se daba un eclipse de sol. Sin embargo, apenas caía el velo de la noche, salía de su guarida, desplegaba sus alas y volaba hasta cualquier pueblo del norte de Potosí, donde podía atrapar a los niños de pecho, que eran sus presas preferidas. La gente se percataba de su presencia cuando escuchaba sus pisadas en el techo, acompañadas de unos extraños rugidos que hacían estremecerse de miedo.
El Lari-Lari detenía su vuelo rasante sobre una vivienda, desde donde acechaba a los niños que todavía no habían sido bautizados, porque los más grandes, que habían recibido el agua bendita en la pileta bautismal, le causaban mareos, vómitos y dolores en todo el cuerpo.
Algunas veces, caminaba de techo en techo, dando saltos como un canguro o zapateando igual que un gallo, hasta que, de pronto, se detenía atraído por el olor de un niño que tenía pocos días de nacido. Si éste estaba solo, aprovechaba la ausencia de su madre para bajar del techo y meterse en la habitación. Luego se acercaba sigilosamente hacia su presa y tarareaba canciones de cuna, con una voz dulce y armoniosa, muy parecida a la voz celestial de los ángeles.
Una vez que el niño se quedaba dormido, con el mismo placer que sentía al ser arrullado entre los cálidos brazos de su madre, el Lari-Lari hincaba sus afilados colmillos en la faja y, sin que nadie lo notara, se lo llevaba volando por encima de los techos, como un viento que llega, se va y se pierde.
Así hizo muchas veces, hasta que una noche, en que dejó sus patas marcadas en los techos, como si hubiesen sido estampadas con hierro candente, se detuvo en una de las viviendas, donde detectó a una preciosa niña, que estaba sola, envuelta en un aguayo y recostada sobre un camastro hecho con cueros de cabra.
El Lari-Lari, seguro que tenía a su presa entre ceja y ceja, se relamió la boca con su lengua viperina y saltó del techo para meterse en la habitación, pero tuvo tan mala suerte que, como empujado por un soplo divino, cayó sobre un cuerno de toro empotrado encima de la puerta, donde quedó ensartado y balanceándose como el péndulo de un reloj de pared.
Los padres de la niña y los vecinos, al escuchar los alaridos de dolor del Lari-Lari, aparecieron con palos, cuchillos, antorchas y cartuchos de dinamita, decididos a acabar con la vida del animal inmundo que se robaba a los niños para comérselos huesos y todo.
Cuando los vecinos lo vieron ensartado en el cuerno de toro, que el padre de la niña empotró a manera de adorno en la fachada, entre la puerta de madera y el techo de calamina, el Lari-Lari actuó con la misma astucia de siempre, al saberse que estaba en peligro; agitó la cola, las orejas y se puso a llorar como una criatura de pecho.
Los vecinos, que en un principio estaban decididos a lincharlo en el acto, sin mayores preámbulos ni contemplaciones, se detuvieron a cierta distancia hipnotizados por la mirada del Lari-Lari, en cuyos rasgados ojos se prendió una lumbre parecida al de los diablos.
Ese fue el instante que aprovechó para zafarse y escapar con la agilidad de un gato de siete vidas. Los padres de la niña y los vecinos que acudieron al lugar, armados con lo que tenían a mano, no pudieron hacer nada, salvo contemplar cómo ese esperpento de la naturaleza, luego de echar escupitajos contra los cuernos, se dio a la fuga delante de sus ojos.

Aunque el Lari-Lari se salvó de ser linchado, los pobladores del norte de Potosí, que durante años vivieron atemorizados por su inesperada y dañina presencia, aprendieron la lección de que el mejor amuleto para espantarlo eran los cuernos de toro, por eso los vecinos pusieron cuernos en el techo de sus viviendas, convencidos de que el Lari-Lari las temía como el demonio le teme al crucifijo.
Desde entonces, la calma volvió a reinar en los pueblos del altiplano, las madres dejaron de preocuparse por sus hijos recién nacidos y los vecinos no volvieron a saber nada del Lari-Lari, un monstruo maligno que, de no estar muerto, debe seguir todavía causando estragos en otros pueblos, donde las viviendas no tienen cuernos en el techo.

Sunday, January 25, 2015

El Ekeko enamorado

Esto ocurrió en tiempos en que la ciudad de Nuestra Señora de La Paz era gobernada por Sebastián de Segurola y cuando las huestes rebeldes de Túpac Katari y Bartolina Sisa, alzadas en armas al son de los vibrantes pututus, tendieron un cerco a la ciudad convertida en campo de batalla.

La moza Micaela Marka y sus padres, andando de compras por un mercado indio de La Hoyada, avistaron la estatuilla del Ekeko labrada en piedra, junto a otros objetos de cerámica artesanal expuestos sobre un aguayo tendido en el suelo.

El hombrecillo, de estatura menuda, espalda encorvada y pinta de bonachón, estaba desnudo y con el enorme falo erecto como símbolo de fertilidad; tenía rostro mofletudo, ojos vivaces, labios entreabiertos en una mueca de sonrisa pícara y brazos abiertos como para dar un abrazo al primero que se le presentara con una sincera amistad.

Micaela Marka y sus padres, atraídos por la singular figura del Ekeko, se acercaron hacia el amauta aymara, que además vendía ponchos y ojotas, para preguntarle por el precio de la estatuilla de aproximadamente veinte centímetros de alto.

– Su valor equivale a cinco arrobas de papa– les dijo a tiempo de alzar la estatuilla. Luego añadió: Este Ekeko viene de las riberas del sagrado lago de los Incas y, como ustedes saben, aparte de ahuyentar las desgracias del hogar, provee abundancia a quienes depositan en él su fe y confianza, y que, con sólo tributándole ofrendas de cigarrillos los viernes por la noche, se comporta como un verdadero patrono de la fortuna.

Micaela Marka y sus padres lo adquirieron como un amuleto de prosperidad y se lo llevaron a casa, convencidos de que este ser sobrenatural, que forma parte del universo andino, era capaz de conceder todos los deseos con sólo pedirlos. No en vano simbolizaba la abundancia, fertilidad, alegría y buena suerte, tal cual les dejó dicho el amauta aymara.

Ni bien retornaron a casa, Micaela Marka, preocupada por cubrir la erección viril del Ekeko, que la hacía sonrojar al lado de sus padres, le tejió ropas típicas del altiplano y, para rematar su buen gusto en el vestir, le puso ch’ullu, bufanda y poncho; en tanto sus padres, sujetos a la convicción de que el Ekeko mantenía relaciones directas con Wirakocha y Pachamama, para interceder a favor de sus dueños, colgaron de sus ropas una gran cantidad de bolsitas en miniatura, repletas con monedas acuñadas en Potosí, alimentos de primera necesidad y bienes inmuebles de alta

calidad.

Cuando la estatuilla fue recargada de pies a cabeza, con un montón de encargos que llevaba a cuestas como un k’epiri (cargador), le hicieron fumar un puro dominicano, conscientes de que si el tabaco se consumía sólo hasta la mitad era señal de mal augurio, pero si el Ekeko se lo aspiraba enterito, dándoselas de fumador empedernido, significaba que estaba dispuesto a conceder todos los deseos solicitados, tanto materiales como espirituales.

En efecto, a poco de que pusieron su suerte en manos del Ekeko, la familia Marka gozó de salud y prosperidad, mientras la guerra entre patriotas y realistas, enfrentados en una contienda sin cuarteles, dejaba un reguero de muertos y heridos en medio de una ciudad asolada por el caos y la escasez de alimentos.

El Ekeko, desde el día en que llegó a la casa de la familia Marka, se quedó perdidamente enamorado de Micaela Marka, la única hija del matrimonio, no sólo porque todos los viernes le encendía un cigarrillo y le quitaba el polvo que, a veces, le cubría el cuerpo como un manto de terracota, sino también porque la moza, de no más de veinte años, era hermosa como una ñusta; tenía el cuerpo de diosa, las trenzas apretadas debajo del sombrero de fieltro, el rostro anguloso y risueño, los ojos rasgados y los labios color huairuro; lucía blusas bordadas con flores y mangas de boca ancha, llicllas de alpaca cubriéndole los hombros y sujetas por prendedores dorados a la altura del pecho, polleras de bayeta negra ceñidas por chumpis a la cintura y ojotas de jebe con hebillas de plata.

El Ekeko, cuando Micaela Marka estaba en casa, no la perdía de vista ni un solo instante. Se solazaba viéndola caminar por la casa, canturreando tonadas criollas y cumpliendo sus labores domésticas con una destreza inusual.

Los días viernes por la noche, ni bien ella se le acercaba para encenderle un cigarrillo, se le aceleraba el corazón y se le saltaban los ojos de sólo mirarle el abultado busto y las amplias caderas de mujer fecunda. Estaba seguro de que, si se fundían en la armonía de un bello romance, serían una pareja ideal y se complementarían como la dualidad conformada por "chacha/warmi" (hombre/mujer) en la cosmovisión andina.

Lo grave de este ensueño, más parecido a un amor platónico, era el hecho de que Micaela Marka no estaba enamorada de él, que era enano y jorobado, sino de un súbdito y guapo español, don Diego de Mondragón, capitán del ejército realista y avecindado en la ciudad desde mucho antes de que estallara la rebelión indígena. Y, aunque no era amo ni señor de tierras ni gentes, poseía una regular fortuna que lo convertía en uno de los solteros más codiciados entre las damitas de Nuestra Señora de La Paz.

Don Diego de Mondragón vivía solo en las márgenes del río Choqueyapu, donde las turbulentas aguas, provenientes desde la Laguna Pampalarama, se encajonaban arrastrando todo lo que pillaban a su paso en un torrente bullicio que, en las épocas de lluvias y crecidas, hacía temblar la tierra como si los Jinetes del Apocalipsis, al mando de un brioso ejército de caballería, quisieran apoderarse de la ciudad sembrando el pánico y la muerte.

El Ekeko sabía que Micaela Marka, como toda moza de ascendencia indígena, se sentía atraída por la fina personalidad y el recio porte de don Diego de Mondragón, un "cachupín" que no disimulaba su odio visceral contra los indios y su amor desmedido por la moza que, aun sin pertenecer a una noble casta, supo conquistarlo con sus encantos de mujer hecha de miel y belleza.

El Ekeko, cada vez que Micaela Marka salía a encontrarse con el capitán del ejército realista, se sentía impotente y no podía soportar la idea de que un "cachupín" fuera el absoluto dueño del corazón de su amada, siendo que él estaba ahí, convertido en una estatuilla de piedra, para ahuyentar los malos augurios de la casa y cumplir con los pedidos de bienestar en la familia.

Sin embargo, de un día para otro, el Ekeko decidió cambiar de actitud; sería implacable con Micaela Marka y sus progenitores, quienes, a pesar de la depresión y hambruna que campeaban en la ciudad, tenían asegurada la comida del día, porque mientras los realistas trocaban sus joyas por unos cuantos granos de maíz y comían caldos preparados con los cueros de las petacas, las alforjas y los arreos de ensillar, la familia Marka cocinaba en las ollas de arcilla los cereales, el chuño y el charque acumulados en la despensa de la casa.

El Ekeko, en busca de una venganza por celos, se dispuso a imponer su autoridad y, como cualquier illa que se merece el respeto y el amor de quienes lo cobijan en su casa, dejó de conceder los deseos de bienestar de la familia Marka. Así que, en medio del fragor de los combates, la desolación y la muerte, se les fue agotando poco a poco los alimentos de la despensa, mientras los indios rebeldes y los realistas se batían como fieras en todos los frentes.

El último día en que Micaela Marka y don Diego de Mondragón se vieron en la puerta de la casa, casi a hurtadillas y al amparo de la noche, se tomaron de las manos y hablaron en voz baja. Él le dijo que a la mañana siguiente partiría hacia el principal bastión de los insurgentes y ella se limitó a bajar la mirada, con los ojos anegados en lágrimas y como presintiendo lo peor.

Después se despidieron, ella prometiéndole esperarlo hasta cuando sea necesario y él lanzándole una postrera mirada desde la calzada, antes de alejarse cuesta abajo, a paso ligero, con la cabeza gacha y silbando una alegre melodía de los campos de Sevilla.

Entonces el Ekeko no pudo más con sus celos de hombre enamorado, apeló a sus poderes sobrenaturales y, fumándose un cigarrillo cuyo humo dibujaba en el aire el espectro de la muerte, maldijo a su rival en sus pensamientos, a manera de aplacar los celos que se lo comían por dentro, como a un demente que, sin son ni ton, transita por los senderos del amor convertido en locura.

Don Diego de Mondragón, al saber que su amor de caballero era correspondido con el más tierno amor de su amada, se levantó con el alba y se marchó cabalgando hacia una sangrienta batalla desatada contra los indios rebeldes, quienes no cesaban en su afán por expulsar de la ciudad a los "k’aras" (blancos), que no hacían otra cosa que aprovecharse de las indias como si fuesen ovejas de un rebaño y someter a los indios a trabajos forzados como si tuviesen alma de esclavos.

En medio de la refriega, dominada por el estampido de las armas de fuego, el galope de los caballos y el ruido de las armas de hierro, don Diego de Mondragón, batiéndose con la bravura de un guerrero invulnerable, embistió espada en mano contra las tropas enemigas, una y otra vez, hasta que cayó de la montura con una lanza atravesada en el pescuezo.

Micaela Marka, al enterarse de su fatídica muerte, quedó destrozada y desconsolada, no dejaba de llorar ni podía apaciguar la gran pena instalada en su alma; y, como si fuera poco, sus padres relativamente jóvenes, acosados por la hambruna y la angustia de haber perdido sus bienes en pocos meses, cayeron enfermos y murieron en su lecho nupcial, pero no sin antes recomendarle que cuidara al Ekeko como a su propia vida.

Cuando la sitiada ciudad recobró la normalidad, y cuando los discordes quedaron en concordia, la moza Micaela Marka, una vez superada la infausta muerte de don Diego de Mondragón y curadas las heridas de su alma, se ocupó con sumo esmero en complacer los deseos y caprichos del Ekeko, quien, de sólo sentir la suaves manos y el tibio aliento de la mujer amada, volvió a sonreír como quien recupera un tesoro perdido.

Así fue cómo el Ekeko, satisfecho con las atenciones y caricias dispensadas por Micaela Marka, hizo que la prosperidad retornara al hogar con más ímpetu que nunca. Y, como era de suponer, ambos convivieron en armonía bajo un mismo techo, amándose como tortolitos en un nidito de amor, hasta que un buen día, del cual nadie tiene memoria, el Ekeko habló por primera vez en lengua aymara y, como por un artilugio de magia, dijo:

–Yo seré el protagonista principal de la Feria de Alasita por ser el proveedor de la abundancia, fecundidad y fortuna, y tú, mi tierna y apetecida paloma, una vez que te conviertas en miniatura, serás la illa de la Ekako, la indiscutible soberana de los placeres del amor y la vida…

Micaela Marka, luego de levantarse de la cama y todavía en paños menores, le sonrió más complacida que antes y se metió en la cocina, donde prepararía un suculento plato paceño, para servirle al Ekeko como manda la tradición, con su chichita y todo.

Tuesday, July 23, 2013

EL KARI (EXPERTO SANADOR DE HUESOS)

Un personaje como pocos en Tarija fue Kari, curandero famoso que trascendió las fronteras del propio terruño. Campesino de nacimiento, entendido en todos los males, pero más famoso como sanador de huesos, destacado por sus métodos nada delicados ni ortodoxos, más bien rudos, de una rudeza que daba pavor, pero con resultados asombrosamente positivos y sorprendentes.
Además de rudo y tosco, tenía un físico impresionante, medía más de un metro ochenta y cinco de estatura, de espaldas anchas como las de un deportista de lucha olímpica, llevaba puesto un sobrero de ala grande al estilo del Moto Méndez, era tuerto o bizco, nunca parecía mirar de frente, sino de “reojo”, lado o costado; hasta que un jalón, estirón o un buen remesón acompañado de un dolor infernal despertaba o devolvía a la realidad al paciente, el que ya no podía escapar porque se encontraba aprisionado entre sus no tan finas y tampoco delicadas manos.

Hablando de manos tenía unas manazas como mazos y unos dedos que parecían tenazas, con las que inicialmente saludaba al paciente y después cuando realizaba la curación, lo atenazaba desde la parte dañada antes del desmayo que regularmente ocasionaba. Con posterioridad al desvanecimiento el paciente se despertaba cagado u orinado, no sólo del susto, sino principalmente del dolor que el Kari le producía al momento de la curación.
Antes de entregarse en cuerpo y alma en manos del Kari, con solo verlo y conocerlo uno se ponía a temblar. Tal era el miedo o pavor que se apoderaba de uno, que deseaba salir corriendo cuando caía en cuenta que ese ser gigante, casi mitológico, era quién le iba a tratar de una quebradura o torcedura de huesos o de cualquier otro mal, con métodos cercanos o propios de la era cuaternaria.
A diferencia de los días que corren, donde existen corrientes de opinión que hablan de unificar la medicina ancestral o tradicional con la medicina occidental o por lo menos de integrarla en las estructuras oficiales de la salud estatal, por la década de los sesenta-noventa; Kari sanador criollo, se convirtió en el terror y la competencia de los médicos de la ciudad y de la medicina occidental, al punto que hemos perdido la cuenta las veces que el Colegio Médico de la Capital intervino en su intento por inhabilitarlo en el ejercicio de la profesión. Se lo acusaba de ejercer ilegalmente la medicina y en suma se consideraba su saber incómodo a los intereses de los matasanos que habían estudiado en las universidades públicas.
Sin embargo, nunca lograron ponerlo totalmente fuera de competencia -salvo por periodos cortos que fue arrestado o aprehendido- más debido a metidas de pata en las que incurría y según las malas lenguas tenían que ver con algunas prácticas ilegales que nunca se esclarecieron en el ámbito jurídico del medio, como otros tantos casos de mala praxis ocasionados oficialmente. Sin embargo la enorme popularidad y demanda de la que gozaba Kari entre sus pacientes, le permitió seguir ejerciendo el curanderismo desde cualquier lugar en el que se encontraba, inclusive desde el lugar donde alguna vez guardó detención y luego en libertad hasta su muerte.
La auscultación inicial: Como cualquier médico, lo primero que hacía Kari con respecto a sus clientes era averiguar sobre los antecedentes, circunstancias o síntomas que sentían quienes llegaban hasta su consultorio popular. Si la consulta no trataba sobre huesos sino sobre otros males, primero auscultaba al paciente no con estetoscopios o algo parecido sino con sus propias manos y ojos, para ser más exactos tomándole el pulso y mirando fijamente al paciente.
Mediante su tacto prodigioso no sólo era capaz de detectar alguna rotura, fisura o fuera de lugar de cualquier hueso del sistema óseo, sino que podía percibir alteraciones del ritmo cardiaco lo que a su vez le permitía diagnosticar si el enfermo arrastraba o no otro tipo de dolencias. La observación directa del enfermo de otra parte le brindaba la ocasión de informarse sobre su aspecto general, si presentaba un aspecto pálido o más o menos amarillento, mayor o menor hinchazón del cuerpo o partes del cuerpo, el color de los ojos, lengua, manos o pies, cierto tipo de ulceraciones, etc. Las que complementaba con un análisis a ojo de buen cubero de muestras de sangre, orina y saliva para determinar una mayor o menor viscosidad de estos líquidos corporales, la existencia de impurezas o la presencia de algo anormal, lo que le permitía diagnosticar enfermedades renales, estomacales, biliares, etc. Y cuando descubría que el mal no le correspondía curar, derivaba de inmediato al paciente para su atención por la medicina occidental.
Si se trataba de huesos, averiguaba si la lesión era antigua o reciente, dónde se había producido y bajo qué circunstancias; luego ordenaba que se compraran algunos utensilios indispensables para la curación entre los que no podían faltar algodón, cartón o cartulina, retazos de madera para entablillar los miembros superiores o inferiores en caso de fractura de algún hueso, algún guato o hilo duro, retazos de goma o elásticos para amarrar, una o dos cápsulas de darbón compuesto -analgésico fuerte de fácil obtención- que ordenaba tomar con agua unos diez o quince minutos antes de cada intervención para mitigar el dolor y, pócimas o ungüentos que entregaba a modo de tratamiento dependiendo del tipo de enfermedad o problema que sufría el enfermo.
Cumplido el tiempo en que se suponía hizo efecto el calmante, empezaba la curación propiamente dicha, para lo que tomaba con sus manazas la parte afectada del paciente sea cabeza, tórax, dedo, mano, codo, brazo, pie, tobillo, rodilla o pantorrilla, que inicialmente masajeaba delicadamente como dando confianza al paciente, a tiempo que preguntaba o comentaba sobre cualquier tópico como el estado del tiempo o sobre la noticia más sobresaliente de la jornada; hasta que imprevistamente y sin ningún aviso o pre aviso, remordimiento o acto de conciencia, remataba su actuación con un fuerte apretón, jalón, estirón o aventón que no solo hacia ver estrellas a sus pacientes sino también el propio infierno.
El consultorio: El lugar de atención a los enfermos se asemejaba a un consultorio médico popular o a una clínica del pueblo; que se convirtió en algo así como la casa del jabonero, en la que el que no caía, resbalaba.
Quién ingresaba al consultorio del Kari, lo primero que percibía era un fuerte olor a alcohol, mezclado con infundia (grasa) de gallina y alcanfor característica de esta clase de inmuebles propios de curanderos. El consultorio se instalaba en el mismo domicilio que habitaba, incluía algunos ambientes a saber, una pequeña antesala de espera y a falta de ésta se recibía a los enfermos en un zaguán, donde se apiñaban en una que otra silla o en un largo madero asentada en ladrillos o adobes.
Luego se pasaba a una segunda habitación algo más grande, en la que siempre esperaba el Kari y donde los únicos que podían ingresar eran el paciente, uno o dos acompañantes que por lo general eran un familiar o un amigo muy cercano que tenían la misión de sujetar al enfermo por las axilas y no dejar que se moviera cuando chillara de dolor, cooperar adquiriendo los remedios o medicamentos requeridos y ofrecerle al aterrado amigo o pariente una especie de asistencia sicológica pre y post curación; para que superara sin mucho trauma semejante experiencia.
Lo visitaban todos quiénes sufrían algún problema óseo, pero también lo hacían a hurtadillas familiares de los médicos occidentales y los propios médicos que requerían de sus servicios; los que además no dudaban en recomendar y derivar bajo cuerda a sus conocidos porque era una forma de desviarle casi dolosamente la clientela al colega no muy apreciado y entendido en traumatología.
Métodos de curación: Variados fueron los métodos que utilizaba Kari al tratar a sus pacientes, en realidad dependían de la dolencia que los atormentara. Cuando los problemas se ubicaban en la columna vertebral, si venía enyesado luego de haberse escapado del hospital o alguna clínica particular; ordenaba o participaba directamente en el sacado del yeso para lo que se recurría a elementos comunes como tijeras, alicates, punzones de hierro o lijas.
Después colocaba al paciente de bruces sobre un “pullo” que tenía extendido en el suelo, se trepaba sobre el mismo y previo a sujetarlo por los hombros, procedía a frotarle una de sus tremendas rodillas a lo largo de la columna vertebral, comenzando desde la base del cráneo hasta llegar al coxis, una o dos veces por cada sesión, generando una explosión de sonidos similar al que se produce cuando revienta el maíz purita (tostau) dentro de un tiesto o cacerola; a los que se agregaban los gritos desgarradores de dolor que profería el infeliz que confió su integridad en las manos de no tan fino doctor.
Cuando el enfermo era un niño o una dama, convocaba a un escuálido ayudante al que ordenaba pararse encima de la espalda, para que le aplique unos pases con sus no siempre muy aseados pies, al mejor estilo de una masajista o geisha japonesa. Terminada la sesión los fajaba, es decir les envolvía el tórax con una tela, goma o cartulina con algodón y les recetaba algunos calmantes post intervención.
Aseveran algunas malas lenguas haber visto lazos, sogas o tientos de cuero colgados de los tijerales de madera que sostenían los tejados, los que utilizaba para sujetar por las axilas, pies o manos de pacientes con problemas de columna vertebral. Cuando eran sujetados por las axilas ordenaba que el enfermo se parara sobre una silla o banca de madera, la que de manera sorpresiva y brusca era expulsada, dejando al aterrorizado cliente colgado y dando de alaridos. Otras lenguas no menos filosas afirman que la forma en la que sacaba de circulación el apoyo en cuestión era mediante un simple y certero puntapié; logrando que la columna vertebral se enderezara o se estropeara definitivamente.
Además de huesos, Kari trataba otras dolencias, en una oportunidad llegó a su consultorio un paciente con problemas respiratorios propios de la estación invernal, lo atendió y le pidió que abriera la boca como lo hacen los médicos occidentales, pero a diferencia de éstos en vez de usar una delgada maderita para observar la cavidad bucal o la garganta, le introdujo sin ninguna contemplación la totalidad del mango de una cuchara de tamaño normal; ocasionando que al incauto se le desorbitaran sus ojos, a tiempo de salpicar al propio curador con un torrente de lágrimas que saltaron abruptamente de sus orbitas oculares. Posteriormente le receto un menjunje casero elaborado en base a yerbas diversas para que lo bebiera y una pócima preparada en base a grasas de diferentes animales: cocodrilo, víbora, ranas, sapos, gatos, etc. para que se untara en el cuerpo y la garganta, de acuerdo a una directiva verbal que ordenaba las cantidades y horarios en que debía usar uno u otro medicamento.
Asimismo fue muy comentado el método de curación a niños de corta edad y a personas adultas que sufrían el mal de cola, que aparecía cuando un bebé se caía de nalgas al intentar dar sus primeros pasos por cuenta propia o cuando un adulto se caía de cola. Este accidente, genera un malestar que se traduce en poco apetito, estreñimiento o diarrea y llanto continuo en el niño o dolor en la persona mayor; lo que Kari detectaba casi inmediatamente. Luego y sin ningún tipo de miramientos procedía a introducir en el ano del paciente el dedo más grande de una de sus inmensas manos, envuelto en algún nylon, con el que realizaba un brusco jalón, hasta que lograba poner en su lugar los pequeños huesitos que se ubican donde termina la espalda.
La manteada: Muchas mujeres embarazadas, como consecuencia de algún brusco o mal movimiento, caída o accidente, sufrían el cambio de posición del feto en el vientre materno, lo que ocasiona un terrible dolor y padecimiento. Son tres las situaciones que se generan al interior de la matriz: que el feto se corra colocándose de costado; que el movimiento lo sitúe en forma transversal y que se produzca la rotación total del feto invirtiéndolo en relación a su posición original. Ante estas circunstancias, Kari como posiblemente hacen otros curanderos, utilizaba un método poco convencional y criollo pero muy eficaz para revertir la situación.
Se denomina como “manteada”, que consistía en colocar a la mujer embarazada recostada en una manta o pullo, que se sujetaba por los extremos por dos personas adultas, las que mediante bamboleos y remesones más delicados que bruscos lograban remitir al feto a su posición inicial. El mismo mal se trataba optativamente mediante masajes suaves efectuados sobre el vientre materno, lo que se conoce con el nombre de “sobada”, por tener similitud con el acto de sobar la masa para elaborar el pan.
Este mal muy frecuente en el pasado, lo padecían ante todo las madres campesinas, cuando efectuaban viajes a lomo de animal, en el mejor de los casos, en camiones antiguos que recorrían por caminos de tierra y piedra apenas transitables, que provocaban tremendos sacudones en su humanidad que a su vez producían el movimiento del feto y su cambio de posición en el vientre materno. Como no existían postas sanitarias u hospitales, ni pensar en médicos en estos lugares alejados de los pueblos o ciudades, los únicos a los que se podía recurrir fueron ante los curanderos tradicionales o médicos campesinos.
Sanación de asustaus o desalmaus: No podíamos dejar de mencionar entre los diferentes males por los que se acudía donde el Kari, el de los asustaus o desalmaus, que en buen castellano significa “personas sin alma” por presentar ciertos desequilibrios emocionales que van desde un simple estado de ansiedad o stres hasta un desequilibrio mental de raíces mucho más profundas, los que se pueden rastrear desde el ámbito de la psicología o de la propia psiquiatría. Habiendo sido por tanto Kari, además de traumatólogo, sicólogo y psiquiatra.
La mayor cantidad de personas que padecían este mal, eran bebés o niños de corta edad, aunque tampoco dejaban de padecerlo los adultos y el método de curación que aplicaba Kari en estos casos, difiere radicalmente a los anteriores, ya que el contacto físico entre el curador y el enfermo era mínimo circunscribiendo el tratamiento a sólo ritos y formalismos.
Los síntomas más visibles que presentaba el enfermo tenían que ver con un continuo llanto, insomnio, pérdida total de apetito y sobresaltos permanentes del niño mientras intentaba descansar o dormir. Por lo que lo primero que solicitaba a los padres o parientes cercanos era la ropa que llevaba puesta el niño, la que sometía a algunos ritos entremezclando oraciones y santiguadas. Después, hacía sentar en una silla o banca a la madre o padre con el niño entre brazos, en torno a los que giraba rociándolos con alcohol en sustitución de agua bendita a tiempo de repetir oraciones y santiguadas, además de darle chupones en la parte de la coronilla del niño y escupir al suelo lo que supuestamente extraía con su boca, repitiendo el acto cuantas veces creía necesario.
Culminaba el proceso ordenando que los papás salieran a campo abierto y caminaran algunos metros con la ropa del niño entre manos, a tiempo de repetir una fórmula o llamado por el que se invocaba la presencia del espíritu o alma del niño y se suplicaba que regresara o no se fuera ni los abandonara, luego de lo cual solicitaba que las ropitas se mantuvieran bajo la cabecera o almohada del niño por algunos días.
El pago por la curación: Una vez cumplido el rito de curación cualquiera haya sido el mal por el que se acudía ante el Kari, no acostumbraba como los médicos occidentales a cobrar una suma fija de dinero según alguna tarifa o arancel mínimo que ponía en vigencia el colegio médico del lugar; sino que dejaba que el enfermo o su acompañante cancelara “según su voluntad”. A las personas que no tenían la posibilidad económica de pagar por los servicios recibidos con dinero contante y sonante, les permitía hacerlo mediante la entrega de otros bienes, por lo que no era raro ver en el interior de su consultorio popular: gallos, gallinas, corderos, chivas, huevos, maíz, fruta, pescado, quesos, etc. especies con los que muchos de los pacientes reconocían la labor del sanador. Lo que no significaba que dejara de expresar su desagrado, cuando alguna persona de la alta sociedad y de buenos recursos económicos se conformaba con dejarle unas cuantas monedas. Situación que se encargaba de hacérselo saber maldiciéndolo en voz baja.
Tampoco mostraba disposición para atender a jovencitas de la ciudad a las que calificaba de “chotas”, porque según su parecer eran débiles y propensas al llanto. Por lo que prefería a la gente de pueblo a las que creía más fuertes y por que soportaban con entereza las inclemencias de sus metodologías.
Más allá de todos los males que se le atribuía y de sus cuestionados así como tormentosos métodos de sanación a los que recurría, nadie pudo poner en duda el increíble tacto con que Kari fue dotado. Con solo palpar con sus prodigiosas manos y dedos era capaz de pronosticar en tiempo record –sólo algunos segundos- una fractura, fisura o fuera de lugar de cualquier hueso en el enfermo, algo que ni los mejores médicos occidentales ni los más desarrollados aparatos de Rayos x o de otra índole pueden hacer hoy. En definitiva fue un muy hábil sanador de huesos, que en la mayoría de los casos los ponía en su lugar aunque también, en algunos otros, los acababa de fregar.

Fuentes: Tradición oral y experiencias personales.