Un personaje como pocos en Tarija fue Kari, curandero famoso que trascendió las fronteras del propio terruño. Campesino de nacimiento, entendido en todos los males, pero más famoso como sanador de huesos, destacado por sus métodos nada delicados ni ortodoxos, más bien rudos, de una rudeza que daba pavor, pero con resultados asombrosamente positivos y sorprendentes.
Además de rudo y tosco, tenía un físico impresionante, medía más de un metro ochenta y cinco de estatura, de espaldas anchas como las de un deportista de lucha olímpica, llevaba puesto un sobrero de ala grande al estilo del Moto Méndez, era tuerto o bizco, nunca parecía mirar de frente, sino de “reojo”, lado o costado; hasta que un jalón, estirón o un buen remesón acompañado de un dolor infernal despertaba o devolvía a la realidad al paciente, el que ya no podía escapar porque se encontraba aprisionado entre sus no tan finas y tampoco delicadas manos.
Hablando de manos tenía unas manazas como mazos y unos dedos que parecían tenazas, con las que inicialmente saludaba al paciente y después cuando realizaba la curación, lo atenazaba desde la parte dañada antes del desmayo que regularmente ocasionaba. Con posterioridad al desvanecimiento el paciente se despertaba cagado u orinado, no sólo del susto, sino principalmente del dolor que el Kari le producía al momento de la curación.
Antes de entregarse en cuerpo y alma en manos del Kari, con solo verlo y conocerlo uno se ponía a temblar. Tal era el miedo o pavor que se apoderaba de uno, que deseaba salir corriendo cuando caía en cuenta que ese ser gigante, casi mitológico, era quién le iba a tratar de una quebradura o torcedura de huesos o de cualquier otro mal, con métodos cercanos o propios de la era cuaternaria.
A diferencia de los días que corren, donde existen corrientes de opinión que hablan de unificar la medicina ancestral o tradicional con la medicina occidental o por lo menos de integrarla en las estructuras oficiales de la salud estatal, por la década de los sesenta-noventa; Kari sanador criollo, se convirtió en el terror y la competencia de los médicos de la ciudad y de la medicina occidental, al punto que hemos perdido la cuenta las veces que el Colegio Médico de la Capital intervino en su intento por inhabilitarlo en el ejercicio de la profesión. Se lo acusaba de ejercer ilegalmente la medicina y en suma se consideraba su saber incómodo a los intereses de los matasanos que habían estudiado en las universidades públicas.
Sin embargo, nunca lograron ponerlo totalmente fuera de competencia -salvo por periodos cortos que fue arrestado o aprehendido- más debido a metidas de pata en las que incurría y según las malas lenguas tenían que ver con algunas prácticas ilegales que nunca se esclarecieron en el ámbito jurídico del medio, como otros tantos casos de mala praxis ocasionados oficialmente. Sin embargo la enorme popularidad y demanda de la que gozaba Kari entre sus pacientes, le permitió seguir ejerciendo el curanderismo desde cualquier lugar en el que se encontraba, inclusive desde el lugar donde alguna vez guardó detención y luego en libertad hasta su muerte.
La auscultación inicial: Como cualquier médico, lo primero que hacía Kari con respecto a sus clientes era averiguar sobre los antecedentes, circunstancias o síntomas que sentían quienes llegaban hasta su consultorio popular. Si la consulta no trataba sobre huesos sino sobre otros males, primero auscultaba al paciente no con estetoscopios o algo parecido sino con sus propias manos y ojos, para ser más exactos tomándole el pulso y mirando fijamente al paciente.
Mediante su tacto prodigioso no sólo era capaz de detectar alguna rotura, fisura o fuera de lugar de cualquier hueso del sistema óseo, sino que podía percibir alteraciones del ritmo cardiaco lo que a su vez le permitía diagnosticar si el enfermo arrastraba o no otro tipo de dolencias. La observación directa del enfermo de otra parte le brindaba la ocasión de informarse sobre su aspecto general, si presentaba un aspecto pálido o más o menos amarillento, mayor o menor hinchazón del cuerpo o partes del cuerpo, el color de los ojos, lengua, manos o pies, cierto tipo de ulceraciones, etc. Las que complementaba con un análisis a ojo de buen cubero de muestras de sangre, orina y saliva para determinar una mayor o menor viscosidad de estos líquidos corporales, la existencia de impurezas o la presencia de algo anormal, lo que le permitía diagnosticar enfermedades renales, estomacales, biliares, etc. Y cuando descubría que el mal no le correspondía curar, derivaba de inmediato al paciente para su atención por la medicina occidental.
Si se trataba de huesos, averiguaba si la lesión era antigua o reciente, dónde se había producido y bajo qué circunstancias; luego ordenaba que se compraran algunos utensilios indispensables para la curación entre los que no podían faltar algodón, cartón o cartulina, retazos de madera para entablillar los miembros superiores o inferiores en caso de fractura de algún hueso, algún guato o hilo duro, retazos de goma o elásticos para amarrar, una o dos cápsulas de darbón compuesto -analgésico fuerte de fácil obtención- que ordenaba tomar con agua unos diez o quince minutos antes de cada intervención para mitigar el dolor y, pócimas o ungüentos que entregaba a modo de tratamiento dependiendo del tipo de enfermedad o problema que sufría el enfermo.
Cumplido el tiempo en que se suponía hizo efecto el calmante, empezaba la curación propiamente dicha, para lo que tomaba con sus manazas la parte afectada del paciente sea cabeza, tórax, dedo, mano, codo, brazo, pie, tobillo, rodilla o pantorrilla, que inicialmente masajeaba delicadamente como dando confianza al paciente, a tiempo que preguntaba o comentaba sobre cualquier tópico como el estado del tiempo o sobre la noticia más sobresaliente de la jornada; hasta que imprevistamente y sin ningún aviso o pre aviso, remordimiento o acto de conciencia, remataba su actuación con un fuerte apretón, jalón, estirón o aventón que no solo hacia ver estrellas a sus pacientes sino también el propio infierno.
El consultorio: El lugar de atención a los enfermos se asemejaba a un consultorio médico popular o a una clínica del pueblo; que se convirtió en algo así como la casa del jabonero, en la que el que no caía, resbalaba.
Quién ingresaba al consultorio del Kari, lo primero que percibía era un fuerte olor a alcohol, mezclado con infundia (grasa) de gallina y alcanfor característica de esta clase de inmuebles propios de curanderos. El consultorio se instalaba en el mismo domicilio que habitaba, incluía algunos ambientes a saber, una pequeña antesala de espera y a falta de ésta se recibía a los enfermos en un zaguán, donde se apiñaban en una que otra silla o en un largo madero asentada en ladrillos o adobes.
Luego se pasaba a una segunda habitación algo más grande, en la que siempre esperaba el Kari y donde los únicos que podían ingresar eran el paciente, uno o dos acompañantes que por lo general eran un familiar o un amigo muy cercano que tenían la misión de sujetar al enfermo por las axilas y no dejar que se moviera cuando chillara de dolor, cooperar adquiriendo los remedios o medicamentos requeridos y ofrecerle al aterrado amigo o pariente una especie de asistencia sicológica pre y post curación; para que superara sin mucho trauma semejante experiencia.
Lo visitaban todos quiénes sufrían algún problema óseo, pero también lo hacían a hurtadillas familiares de los médicos occidentales y los propios médicos que requerían de sus servicios; los que además no dudaban en recomendar y derivar bajo cuerda a sus conocidos porque era una forma de desviarle casi dolosamente la clientela al colega no muy apreciado y entendido en traumatología.
Métodos de curación: Variados fueron los métodos que utilizaba Kari al tratar a sus pacientes, en realidad dependían de la dolencia que los atormentara. Cuando los problemas se ubicaban en la columna vertebral, si venía enyesado luego de haberse escapado del hospital o alguna clínica particular; ordenaba o participaba directamente en el sacado del yeso para lo que se recurría a elementos comunes como tijeras, alicates, punzones de hierro o lijas.
Después colocaba al paciente de bruces sobre un “pullo” que tenía extendido en el suelo, se trepaba sobre el mismo y previo a sujetarlo por los hombros, procedía a frotarle una de sus tremendas rodillas a lo largo de la columna vertebral, comenzando desde la base del cráneo hasta llegar al coxis, una o dos veces por cada sesión, generando una explosión de sonidos similar al que se produce cuando revienta el maíz purita (tostau) dentro de un tiesto o cacerola; a los que se agregaban los gritos desgarradores de dolor que profería el infeliz que confió su integridad en las manos de no tan fino doctor.
Cuando el enfermo era un niño o una dama, convocaba a un escuálido ayudante al que ordenaba pararse encima de la espalda, para que le aplique unos pases con sus no siempre muy aseados pies, al mejor estilo de una masajista o geisha japonesa. Terminada la sesión los fajaba, es decir les envolvía el tórax con una tela, goma o cartulina con algodón y les recetaba algunos calmantes post intervención.
Aseveran algunas malas lenguas haber visto lazos, sogas o tientos de cuero colgados de los tijerales de madera que sostenían los tejados, los que utilizaba para sujetar por las axilas, pies o manos de pacientes con problemas de columna vertebral. Cuando eran sujetados por las axilas ordenaba que el enfermo se parara sobre una silla o banca de madera, la que de manera sorpresiva y brusca era expulsada, dejando al aterrorizado cliente colgado y dando de alaridos. Otras lenguas no menos filosas afirman que la forma en la que sacaba de circulación el apoyo en cuestión era mediante un simple y certero puntapié; logrando que la columna vertebral se enderezara o se estropeara definitivamente.
Además de huesos, Kari trataba otras dolencias, en una oportunidad llegó a su consultorio un paciente con problemas respiratorios propios de la estación invernal, lo atendió y le pidió que abriera la boca como lo hacen los médicos occidentales, pero a diferencia de éstos en vez de usar una delgada maderita para observar la cavidad bucal o la garganta, le introdujo sin ninguna contemplación la totalidad del mango de una cuchara de tamaño normal; ocasionando que al incauto se le desorbitaran sus ojos, a tiempo de salpicar al propio curador con un torrente de lágrimas que saltaron abruptamente de sus orbitas oculares. Posteriormente le receto un menjunje casero elaborado en base a yerbas diversas para que lo bebiera y una pócima preparada en base a grasas de diferentes animales: cocodrilo, víbora, ranas, sapos, gatos, etc. para que se untara en el cuerpo y la garganta, de acuerdo a una directiva verbal que ordenaba las cantidades y horarios en que debía usar uno u otro medicamento.
Asimismo fue muy comentado el método de curación a niños de corta edad y a personas adultas que sufrían el mal de cola, que aparecía cuando un bebé se caía de nalgas al intentar dar sus primeros pasos por cuenta propia o cuando un adulto se caía de cola. Este accidente, genera un malestar que se traduce en poco apetito, estreñimiento o diarrea y llanto continuo en el niño o dolor en la persona mayor; lo que Kari detectaba casi inmediatamente. Luego y sin ningún tipo de miramientos procedía a introducir en el ano del paciente el dedo más grande de una de sus inmensas manos, envuelto en algún nylon, con el que realizaba un brusco jalón, hasta que lograba poner en su lugar los pequeños huesitos que se ubican donde termina la espalda.
La manteada: Muchas mujeres embarazadas, como consecuencia de algún brusco o mal movimiento, caída o accidente, sufrían el cambio de posición del feto en el vientre materno, lo que ocasiona un terrible dolor y padecimiento. Son tres las situaciones que se generan al interior de la matriz: que el feto se corra colocándose de costado; que el movimiento lo sitúe en forma transversal y que se produzca la rotación total del feto invirtiéndolo en relación a su posición original. Ante estas circunstancias, Kari como posiblemente hacen otros curanderos, utilizaba un método poco convencional y criollo pero muy eficaz para revertir la situación.
Se denomina como “manteada”, que consistía en colocar a la mujer embarazada recostada en una manta o pullo, que se sujetaba por los extremos por dos personas adultas, las que mediante bamboleos y remesones más delicados que bruscos lograban remitir al feto a su posición inicial. El mismo mal se trataba optativamente mediante masajes suaves efectuados sobre el vientre materno, lo que se conoce con el nombre de “sobada”, por tener similitud con el acto de sobar la masa para elaborar el pan.
Este mal muy frecuente en el pasado, lo padecían ante todo las madres campesinas, cuando efectuaban viajes a lomo de animal, en el mejor de los casos, en camiones antiguos que recorrían por caminos de tierra y piedra apenas transitables, que provocaban tremendos sacudones en su humanidad que a su vez producían el movimiento del feto y su cambio de posición en el vientre materno. Como no existían postas sanitarias u hospitales, ni pensar en médicos en estos lugares alejados de los pueblos o ciudades, los únicos a los que se podía recurrir fueron ante los curanderos tradicionales o médicos campesinos.
Sanación de asustaus o desalmaus: No podíamos dejar de mencionar entre los diferentes males por los que se acudía donde el Kari, el de los asustaus o desalmaus, que en buen castellano significa “personas sin alma” por presentar ciertos desequilibrios emocionales que van desde un simple estado de ansiedad o stres hasta un desequilibrio mental de raíces mucho más profundas, los que se pueden rastrear desde el ámbito de la psicología o de la propia psiquiatría. Habiendo sido por tanto Kari, además de traumatólogo, sicólogo y psiquiatra.
La mayor cantidad de personas que padecían este mal, eran bebés o niños de corta edad, aunque tampoco dejaban de padecerlo los adultos y el método de curación que aplicaba Kari en estos casos, difiere radicalmente a los anteriores, ya que el contacto físico entre el curador y el enfermo era mínimo circunscribiendo el tratamiento a sólo ritos y formalismos.
Los síntomas más visibles que presentaba el enfermo tenían que ver con un continuo llanto, insomnio, pérdida total de apetito y sobresaltos permanentes del niño mientras intentaba descansar o dormir. Por lo que lo primero que solicitaba a los padres o parientes cercanos era la ropa que llevaba puesta el niño, la que sometía a algunos ritos entremezclando oraciones y santiguadas. Después, hacía sentar en una silla o banca a la madre o padre con el niño entre brazos, en torno a los que giraba rociándolos con alcohol en sustitución de agua bendita a tiempo de repetir oraciones y santiguadas, además de darle chupones en la parte de la coronilla del niño y escupir al suelo lo que supuestamente extraía con su boca, repitiendo el acto cuantas veces creía necesario.
Culminaba el proceso ordenando que los papás salieran a campo abierto y caminaran algunos metros con la ropa del niño entre manos, a tiempo de repetir una fórmula o llamado por el que se invocaba la presencia del espíritu o alma del niño y se suplicaba que regresara o no se fuera ni los abandonara, luego de lo cual solicitaba que las ropitas se mantuvieran bajo la cabecera o almohada del niño por algunos días.
El pago por la curación: Una vez cumplido el rito de curación cualquiera haya sido el mal por el que se acudía ante el Kari, no acostumbraba como los médicos occidentales a cobrar una suma fija de dinero según alguna tarifa o arancel mínimo que ponía en vigencia el colegio médico del lugar; sino que dejaba que el enfermo o su acompañante cancelara “según su voluntad”. A las personas que no tenían la posibilidad económica de pagar por los servicios recibidos con dinero contante y sonante, les permitía hacerlo mediante la entrega de otros bienes, por lo que no era raro ver en el interior de su consultorio popular: gallos, gallinas, corderos, chivas, huevos, maíz, fruta, pescado, quesos, etc. especies con los que muchos de los pacientes reconocían la labor del sanador. Lo que no significaba que dejara de expresar su desagrado, cuando alguna persona de la alta sociedad y de buenos recursos económicos se conformaba con dejarle unas cuantas monedas. Situación que se encargaba de hacérselo saber maldiciéndolo en voz baja.
Tampoco mostraba disposición para atender a jovencitas de la ciudad a las que calificaba de “chotas”, porque según su parecer eran débiles y propensas al llanto. Por lo que prefería a la gente de pueblo a las que creía más fuertes y por que soportaban con entereza las inclemencias de sus metodologías.
Más allá de todos los males que se le atribuía y de sus cuestionados así como tormentosos métodos de sanación a los que recurría, nadie pudo poner en duda el increíble tacto con que Kari fue dotado. Con solo palpar con sus prodigiosas manos y dedos era capaz de pronosticar en tiempo record –sólo algunos segundos- una fractura, fisura o fuera de lugar de cualquier hueso en el enfermo, algo que ni los mejores médicos occidentales ni los más desarrollados aparatos de Rayos x o de otra índole pueden hacer hoy. En definitiva fue un muy hábil sanador de huesos, que en la mayoría de los casos los ponía en su lugar aunque también, en algunos otros, los acababa de fregar.
Fuentes: Tradición oral y experiencias personales.
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