El día que me contaron que en la tercera curva de la autopista que une El Alto y La Paz había una roca negra en la cual fue esculpida la cabeza del mismísimo amo de las tinieblas, y donde acudían sus devotos para rendirle culto y pleitesía, no me lo podía creer hasta la tarde en que bajé desde La Ceja para ver con mis propios ojos eso que me parecía una invención de quienes practican las artes esotéricas para estafar a los incautos o sembrar el pánico entre los crédulos.
Al cabo de cinco minutos de viaje, pedí al conductor del minibús que me dejará en esa curva tan temida y respetada. De pronto me vi frente a una colina casi empinada, en cuya parte inferior había una roca de aproximadamente un metro y medio de diámetro, donde los devotos del diablo asistían para "ch’allarle" con enorme fe y devoción, como los mineros le "ch’allan" al Tío en los tenebrosos socavones, pero en otro contexto que nada tiene que ver con los poderes de Lucifer.
Sin embargo, debo confesar que cuando visité el lugar no estaban ya las tres escalinatas que conducían hacia la imagen esculpida del diablo, que tenía los ojos saltones, los cuernos pintados de rojo y retorcidos como los de un macho cabrío, y una boca grande por donde le daban de comer, fumar y beber. Tampoco estaban ya las otras tres imágenes que flanqueaban el ícono principal, y que, según rezaban las inscripciones, una era el "Tío Contador" y la otra el "Tío Lucifer".
La leyenda urbana, transmitida por tradición oral, narra que al construirse la autopista entre La Paz y El Alto, algunos trabajadores, que abrían la carretera a fuerza de pico y pala, fueron testigos de algunas apariciones del diablo, quien, a modo de advertencia y defensa propia, se les puso en frente de quienes invadían su territorio sin ofrecerle disculpas anticipadas. Así fue como en una ocasión, el maligno convertido en serpiente de dos cabezas, se le apareció a uno de ellos, justo allí donde los barrenos y combos, al ritmo de bum-bum-bum, herían la roca negra, que antes era frecuentada por los "yatiris" y brujos para realizar sus rituales ancestrales. En otra ocasión, bajo un cielo roto por los relámpagos y el aguacero, descendió desde la punta de la empinada colina, de ladera lodosa y resbaladiza por el agua, un sapo negro, rechoncho y gigante, que saltó por delante de uno de los trabajadores, cruzó la carreta y se perdió al otro lado del bosque sin dejar rastro alguno.
Los habitantes de la zona, de mentes proclives a las supersticiones, dijeron que esos terrenos eran de propiedad del diablo, el mismo que, como todo soberano de las tinieblas, estaba escondido en las inmediaciones de la tercera curva, la más cerrada y peligrosa de la carretera, donde los conductores bajan la velocidad por temor a perder la vida.
De modo que los trabajadores, al terminar la construcción de la autopista, prometieron levantarle un altar y rendirle culto a manera de ofrecerle disculpas por haberse "entrometido" en sus predios, sin previo aviso ni consideración. Pero también para suplicarle favores a tiempo de ofrendarle alcohol, cigarrillos, serpentinas y mixturas, con la creencia de que el diablo no es una simple roca, sino el guardián de la zona.
Los menos creyentes, que se reían en sus barbas y de la fuerza de sus poderes mágicos, han sido víctimas de horribles pesadillas y en algunos momentos han llegado a temer por sus vidas, como los transportistas que transitan por el lugar, sin rendirle culto ni suplicarle que los proteja de los accidentes. De hecho, en los anales de la Policía de Tránsito se registran varios incidentes protagonizados por los conductores en la Curva del Diablo. El más insólito fue cuando un minibús de color blanco, con diez pasajeros a bordo, impactó contra la roca, provocando graves mutilaciones en los miembros superiores de algunos pasajeros que, ensangrentados y conmocionados por el choque frontal, clamaron a Dios y a la Virgen entre "ayes" de dolor.
Desde entonces los choferes y transeúntes se hacían presentes los martes y viernes, como ocurre con las apachetas, para "ch’allar" en la Curva del Diablo; un rito que se hizo habitual por varios años, hasta que los funcionarios de la Administradora Boliviana de Carreteras (ABC) y efectivos de la Policía procedieron, la tarde del 5 de agosto de 2011, a derribar el altar con una retroexcavadora que hizo chillar la roca.
La destrucción se realizó debido a que, una semana antes, en el primer día del mes de la Pachamama, se halló el cadáver de un hombre tirado en el suelo, rodeado por botellas de aguardiente, hojas de coca y colillas de cigarrillos. La víctima, de aproximadamente 35 años de edad, estaba congelada, tenía signos de violencia y presentaba un corte de unos quince centímetros alrededor del cuello. La Policía sospechó que el cuerpo fue una ofrenda satánica, que alguien hizo en el lugar, poniendo en la agenda pública la existencia de los cofrades.
Este hecho macabro bastó para que la Policía se diera tras la pista de los sospechosos, pero sin lograr resultado alguno hasta la fecha. Lo que sí queda claro es que en este lugar, donde acude mucha gente en busca de ayuda y protección, se siguen celebrando misas en honor al diablo que, más que diablo, parece un santo patrón para los vecinos de El Alto. Sólo faltaría que lo levanten en hombros y lo lleven en procesión por las avenidas de esta ciudad llena de "yatiris", "q’oas" y "ch’allas".
Lo increíble es que, a pesar de la destrucción del altar con maquinaria pesada, los devotos no han dejado de visitar el lugar y hacerle ofrendas, acompañadas de coca, cigarrillos, serpentina, mixtura, azúcar, flores, botellas de alcohol, latas de conservas, fotocopias de cédulas de identidad, facturas, fotografías con clavos incrustados a la altura del rostro y los genitales, mechones de cabello amarrados con lana y hasta tangas de mujeres celosas.
Las crónicas rojas de la prensa revelan que la Policía, al lado de las monedas y los billetes de diverso valor, halló también amuletos, fetiches, una hoja de papel manchada con sangre en la cual un hombre pedía a su amada entregarle su cuerpo y otros objetos de supuesta brujería, al lado de huesos de animales sacrificados, en una suerte de misas negras, al pie de la imagen del diablo.
A dos metros de la roca y muy cerquita de la autopista por donde las movilidades cruzan a 80 kilómetros por hora, una comerciante alteña instaló su puesto de venta de artículos para que los devotos del diablo celebren sus mesas blancas y negras. No es casual que unos acudan a este lugar en busca de favores, protección para la salud y el éxito en los negocios; mientras otros llegan cada 7 de agosto y el martes de "ch’alla" para celebrar una pequeña fiesta, con preste incluida, en devoción al diablo, a quien, en ritos de maldición, le encomiendan que haga daño a los deudores, enemigos, maridos infieles y mujeres de mala vida.
Este es el panorama que se observa cada martes y viernes en la Curva del Diablo, en cuya roca donde estaba tallada su imagen y alrededor del altar no faltan velas derretidas de varios colores junto a las cenizas de las fogatas en las que se advierten prendas de vestir chamuscadas y cortadas en tiras.
Algunos creyentes aseveran que el incumplimiento con el pacto que se realiza con el diablo, podría ocasionar desgracias en la vida familiar y laboral, en tanto otros creen que si se le rinde un merecido tributo, el diablo hace que incluso las maldiciones, a las que están expuestas las víctimas, rebotan contra la misma persona que las encomendó en un acto de brujería; es más, los delincuentes suelen dejarle ofrendas para que en el próximo "golpe" les vaya bien y los ampare de la Policía, así como las prostitutas, que se aparecen los lunes al mediodía, le prenden cigarros y le dan besos como retribución por los presuntos favores recibidos.
Lo cierto es que todo esto, que en principio me parecía la invención de los practicantes de las artes esotéricas, correspondía -y corresponde- a una realidad contundente que forma parte de una sociedad donde el bien y el mal va de la mano; la prueba está en el hecho de que ahora se dice de que apareció otro altar dedicado al amo de las tinieblas frente a la Curva del Diablo, pero ésta es otra historia que se las contaré otro día.
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