Cuentan que el Lari-Lari, cuya apariencia era similar a la de los animales fabulosos, tenía alas de cuervo, cabeza de gato montés, colmillos de leopardo, cola de lagarto y patas terminadas en pezuñas de macho cabrío. Su tamaño era superior al de un felino salvaje y su olfato, más desarrollado que el de un perro policial, le permitía oler a la distancia a un niño recién nacido.
No se lo veía de día, excepto cuando se daba un eclipse de sol. Sin embargo, apenas caía el velo de la noche, salía de su guarida, desplegaba sus alas y volaba hasta cualquier pueblo del norte de Potosí, donde podía atrapar a los niños de pecho, que eran sus presas preferidas. La gente se percataba de su presencia cuando escuchaba sus pisadas en el techo, acompañadas de unos extraños rugidos que hacían estremecerse de miedo.
El Lari-Lari detenía su vuelo rasante sobre una vivienda, desde donde acechaba a los niños que todavía no habían sido bautizados, porque los más grandes, que habían recibido el agua bendita en la pileta bautismal, le causaban mareos, vómitos y dolores en todo el cuerpo.
Algunas veces, caminaba de techo en techo, dando saltos como un canguro o zapateando igual que un gallo, hasta que, de pronto, se detenía atraído por el olor de un niño que tenía pocos días de nacido. Si éste estaba solo, aprovechaba la ausencia de su madre para bajar del techo y meterse en la habitación. Luego se acercaba sigilosamente hacia su presa y tarareaba canciones de cuna, con una voz dulce y armoniosa, muy parecida a la voz celestial de los ángeles.
Una vez que el niño se quedaba dormido, con el mismo placer que sentía al ser arrullado entre los cálidos brazos de su madre, el Lari-Lari hincaba sus afilados colmillos en la faja y, sin que nadie lo notara, se lo llevaba volando por encima de los techos, como un viento que llega, se va y se pierde.
Así hizo muchas veces, hasta que una noche, en que dejó sus patas marcadas en los techos, como si hubiesen sido estampadas con hierro candente, se detuvo en una de las viviendas, donde detectó a una preciosa niña, que estaba sola, envuelta en un aguayo y recostada sobre un camastro hecho con cueros de cabra.
El Lari-Lari, seguro que tenía a su presa entre ceja y ceja, se relamió la boca con su lengua viperina y saltó del techo para meterse en la habitación, pero tuvo tan mala suerte que, como empujado por un soplo divino, cayó sobre un cuerno de toro empotrado encima de la puerta, donde quedó ensartado y balanceándose como el péndulo de un reloj de pared.
Los padres de la niña y los vecinos, al escuchar los alaridos de dolor del Lari-Lari, aparecieron con palos, cuchillos, antorchas y cartuchos de dinamita, decididos a acabar con la vida del animal inmundo que se robaba a los niños para comérselos huesos y todo.
Cuando los vecinos lo vieron ensartado en el cuerno de toro, que el padre de la niña empotró a manera de adorno en la fachada, entre la puerta de madera y el techo de calamina, el Lari-Lari actuó con la misma astucia de siempre, al saberse que estaba en peligro; agitó la cola, las orejas y se puso a llorar como una criatura de pecho.
Los vecinos, que en un principio estaban decididos a lincharlo en el acto, sin mayores preámbulos ni contemplaciones, se detuvieron a cierta distancia hipnotizados por la mirada del Lari-Lari, en cuyos rasgados ojos se prendió una lumbre parecida al de los diablos.
Ese fue el instante que aprovechó para zafarse y escapar con la agilidad de un gato de siete vidas. Los padres de la niña y los vecinos que acudieron al lugar, armados con lo que tenían a mano, no pudieron hacer nada, salvo contemplar cómo ese esperpento de la naturaleza, luego de echar escupitajos contra los cuernos, se dio a la fuga delante de sus ojos.
Aunque el Lari-Lari se salvó de ser linchado, los pobladores del norte de Potosí, que durante años vivieron atemorizados por su inesperada y dañina presencia, aprendieron la lección de que el mejor amuleto para espantarlo eran los cuernos de toro, por eso los vecinos pusieron cuernos en el techo de sus viviendas, convencidos de que el Lari-Lari las temía como el demonio le teme al crucifijo.
Desde entonces, la calma volvió a reinar en los pueblos del altiplano, las madres dejaron de preocuparse por sus hijos recién nacidos y los vecinos no volvieron a saber nada del Lari-Lari, un monstruo maligno que, de no estar muerto, debe seguir todavía causando estragos en otros pueblos, donde las viviendas no tienen cuernos en el techo.
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