Hace miles de años que el tributo a los muertos es parte inseparable de la cultura. En Cochabamba las almas (ajayus) son recibidas con generosas ofrendas de alimentos, frutas y bebidas. La preparación del mast’aku, en la cual los vivos representan los tres niveles de la existencia: Janaqpacha (el mundo de arriba o el cielo), el Kaypacha (mundo del medio o la tierra) y el Ukhupacha (mundo de abajo o inframundo), es una de las tradiciones más arraigadas, que subsiste a pesar del alza de los alimentos y las prohibiciones de ingresarlos a los cementerios.
Tan importante como las ofrendas son las oraciones que realizan los niños por las almas. Uno de las plegarias que ha vencido el paso del tiempo y se ha difundido más es: “Alabado sea el santísimo sacramento del altar y la virgen concebida sin pecado original”. Éste es el coro más característico de los rezos que marcan la fiesta de Todos los Santos o difuntos, que comienza el 1 de noviembre y termina el 2 con la visita a los templos y la kacharpaya o despedida del alma.
Según contó el guía del Museo Arqueológico de la Universidad Mayor de San Simón (UMSS), René Machado, la celebración tiene su origen en los señoríos aimaras durante la época preincaica, donde cada 1 de noviembre, los pobladores visitaban los “chullpares” o tumbas y ofrendaban coca, chica y otros manjares a sus difuntos.
Explicó que los aimaras, incluso, solían pasear a sus muertos, que ese día eran sacados de sus chullpas y contrataban a las “lloronas” o mujeres que se dedicaban a llorar por el alma.
Hoy, la celebración del Día de los Difuntos rememora el misterio de la vida y la muerte: “el regreso a la vida” y es celebrada el 2 de noviembre por una tradición católica de evangelizar. Sin embargo, como una forma de resistencia y negociación cultural las zonas rurales todavía festejan Todos Santos el primer día de noviembre.
Mast’aku
Según explicó Machado, la preparación del mast’aku o mesa del difunto se realiza con semanas de anticipación para que el 1 de noviembre, al mediodía, las almas que regresan del más allá a la tierra puedan degustar los manjares que más les gustaba.
En la ciudad, la mesa es preparada por los familiares del difunto y en el campo por toda la comunidad. Las ofrendas más completas son para los difuntos que cumplen un año de fallecidos. La mesa contiene una diversidad de elementos que representan los tres niveles de la existencia y los alimentos que más le gustaban en vida a la persona, sin embargo, predominan los urpus (palomas), las t’antawawas (muñecos de pan) y canastas de dulces que se entregan a los niños que rezan por las almas.
La decoración de la mesa varía según el sexo y la edad del difunto. Para los niños y niñas los colores que predominan son el blanco, celeste y rosado. En tanto que para los jóvenes, adultos y ancianos, el blanco, morado y negro.
Producto de la migración hacia Europa, Machado manifestó que las mesas de los difuntos en el valle alto también cuentan con productos no tradicionales como diferentes tipos de whisky, acompañados hasta de seis cucharas para los “acompañantes del difunto”.
Cambios
Hoy, la tecnología también ha introducido cambios en el mast’aku y la tradicional escalera que se colocaba para facilitar que el alma baje del cielo a la tierra, ha comenzado a ser reemplazada por aviones y bicicletas, con la idea de que así el ajayu llegará más rápido.
Los rezos son imprescindibles en el Día de los Muertos y tienen su máxima expresión en los “rezadores” que sustituyen a las “lloronas”, los cuales están compuestos por grupos de pequeños y jóvenes que se dedican a recitar oraciones y coros poéticos con toques picarescos en una suerte de sincretismo a los difuntos.
Machado contó que cuando era niño lograba “ganar” o juntar hasta cuatro gangochos de urpus, dulces o frutas en retribución por sus rezos; sin embargo, la crisis económica y la proliferación de “rezadores” mermaron los donativos con el pasar de los años.
Cementerio
El 2 de noviembre, los familiares despiden al difunto y levantan el mast’aku entre rezos y coros. Posteriormente, la familia se dirige en romería al cementerio.
Hasta hace 20 años era permitido armar mesas en las tumbas de los difuntos. Sin embargo, esta práctica cambió tras la aparición del cólera. Hoy, los cementerios, en especial particulares prohíben la práctica al interior de los mismos; sin embargo, los dolientes emplazan las mesas en los alrededores
Almas olvidadas
Las almas olvidadas también son recordadas en el mes de los muertos en algunos templos del valle alto, Sacaba y la ciudad. En los templos de San José y San Pedro de Tarata los feligreses todavía acuden para celebrar misas de los difuntos con un pasado desconocido.
Despedida
La fiesta concluye con la kacharpaya o despedida de las almas y la fiesta de la wayllunka nativa (columpio). En el campo aún se acostumbra realizar una teatralización de la partida de las almas y cuando ésta se resiste a marcharse es apedreada o chicoteada hasta que se va.
Una vez que las almas se marchan comienza la fiesta de la wayllunka, que representa el “vaivén entre la vida y la muerte”, según el artículo “El Erotismo de la Wayllunk’a: la historia de un diálogo con los muertos y de un coqueteo con los vivos”, publicado en 2012 por la socióloga, Céline Gefforoy. Esta celebración se inicia al mediodía del 2 de noviembre y concluye el 30.
Machado concluyó afirmando que Sacaba y el valle bajo todavía conservan vivas las tradiciones de la celebración del Día de los Difuntos; sin embargo, aclara que la cultura es dinámica y se encuentra en permanente transformación en sintonía con la realidad que se afronta.
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