Si preguntan por el cerro del Minerito, en la ciudad de Cochabamba, todos saben que se trata del cerro detrás del Cristo de la Concordia donde está la tumba del Minerito. Lugar lleno de misticismo donde el tiempo paró para ceder espacio a las plegarias y al culto a la Pachamama, por eso, allá, el viento sopla de rato en rato para recoger las quejumbres de todos los que acuden al paraje buscando alivio para sus penas.
Decenas de yatiris se concentran en el lugar para realizar los diferentes ritos referidos a los diversos pedidos de sus consulentes. Los braseros a carbón humean mientras los yatiris trabajan bajo el sol, coloreando el paisaje agreste y empolvado. Es un espectáculo fantástico, donde el olor a incienso se mezcla al olor a cerveza entre las piedras y arboles raquíticos que cubren el cerro, en una escena surrealista de la vida real.
Envueltas en el humo se escuchan las plegarias marcadas por el tintinar de campanitas.
La ciudad al pie del cerro tiene aspecto de una fotografía de un cartón postal, puesto que no se divisa su movimiento, ni los sonidos que la hacen viva.
La ciudad… ¡ah! la ciudad es el espacio donde unos guardan sus sueños, educan sus hijos con seguridad y decoran sus casas con cariño, pero también, la ciudad es ese rincón en donde hay pasiones y arrebatos, ese lugar común donde los dolores se multiplican y en donde el desespero de unos es inadvertido por las frustraciones de otros. La ciudad es el sitio en donde se expresa la bienandanza y la tragedia de la vida.
La ciudad de Cochabamba, no sabe qué pasa en el cerro del Minerito.
El cerro del Minerito hace parte de otro mundo, un mundo extraño que invita a meditar…
El Cristo de la Concordia está de espaldas para el cerro del Minerito, lugar donde fue torturado y enterrado el minero Juan Pablo Inofuentes, que después de pasar su juventud sin ver la luz del sol, en la oscuridad profundísima de los socavones de la mina de Quechisla, enfermo y sin fuerzas para trabajar en el interior de la mina dejó Comibol y con la plata de la indemnización, su prole y sus cachivaches emprendió rumbo a la ciudad. Sin saber que la ciudad es más peligrosa que las galerías en el fondo de la tierra. Sin tener idea que la horripilante jaula que le transportaba a las entrañas de la tierra era menos traicionera que la ciudad.
El minero de Quechisla arribó a la ciudad con la esposa al lado y ocho hijos detrás. Al cabo de pocas horas fueron robados, porque el infortunio está a la vuelta de la esquina, y nadie sabe a quién le tocará. En cuestión de segundos no había plata para establecerse en la ciudad. En cuestión de segundos los planes se fueron cuesta abajo y se escurrieron por la alcantarilla de la esquina. En cuestión de segundos nada más, el mal se hizo presente en la vida del minero de Quechisla y de su familia. Porque la ciudad es una especie de selva y quien no está acostumbrado a andar en la jungla corre mayores riesgos, llama más la atención y se torna presa fácil de los depredadores.
Con una resignación secular, seguro de que el hambre no espera, el minero tuvo que buscar otro camino para sacar adelante a su familia, entonces reemprendió rumbo a la Argentina con la esposa y ocho hijos, porque solo contaba con sus manos trabajadoras. Fue a vender su fuerza de trabajo al país vecino, ya que en su país acababan de quitarle sus sueños y no había fuentes de trabajo y obligaba, desde hace tiempo, a mucha gente a inmigrar para poder comer.
Como inmigrante, después de algunos años, logró reunir una buena cantidad de dinero y volvió al país con la esposa y los ocho hijos, con la intención de seguir con sus planes
iniciales. Al arribo, en plena estación de trenes de la ciudad de Cochabamba, el minero de Quechisla, sacó del bolsillo tres mil dólares americanos y empezó a contarlos distraídamente. Hecho que llamó la atención de unos timadores que se acercaron y con engaños lo llevaron hasta el cerro y lo martirizaron.
Martirizaron a un hombre simple sin maldad que nació y creció en la seguridad de un campamento minero, donde no se usaba dinero, se utilizaban vales para adquirir la carne, el pan o lo que fuere. Donde todos vivían bajo las normas del sindicato y no había personas ajenas a la empresa deambulando y cometiendo fechorías, porque la policía minera resguardaba los campamentos donde la vida transcurría en un ritmo vigilado por la empresa y por el sindicato. El peligro en los campamentos mineros estaba relacionado a un accidente con dinamita en el interior de la mina o con la jaula del ascensor que podía desplomarse, las personas no representaban peligro. En cambio, en la ciudad el otro transeúnte puede representar el peligro, y el minero de Quechisla no advertía peligro de vida en otro ciudadano.
Cuando Juan Pablo Inofuentes, entraba al interior de la mina acostumbraba a persignarse delante de la imagen del Tío, ofrendaba una rociada de alcohol, un cigarrillo y un tantito de hoja de coca para que su jornada transcurra sin novedad. Con la seguridad de que estaba protegido por el Tío de la Mina, desde su primer día como trabajador minero hasta el último día, la vida pasó sin mayores sobresaltos. Cuando dejó la empresa, dejó atrás la hoja de coca, el alcohol y el Tío de la Mina, pues, imaginaba que la vida lejos de los terribles peligros de la mina, transcurriría con mayor tranquilidad y bonanza.
Estropearon su cuerpo, pero, no su alma que era buena, resignada y fuerte. Después de pocas semanas desenterraron sus restos en el lugar donde se encuentra hoy su tumba.
Fueron muchos los testimonios de que el alma de Juan Pablo Inofuentes, apareció en la estación de trenes preguntando por su familia e identificándose como el minero de Quechisla. Después de asimilar su experiencia de sufrimiento y alejamiento repentino de su familia, el alma del Minerito empezó a ayudar a todo aquél que le solicita. La familia del minero de Quechisla regresó a la República de Argentina.
Las personas empezaron a concurrir al lugar de la tumba del Minerito para rogar favores al alma bendita, para resolver sus problemas terrenales. Los yatiris reconocieron el lugar como un sitio sagrado donde el alma de Juan Pablo Inofuentes, concurre para ayudarlos en su tarea diaria de auxiliar al prójimo.
Son variadas las manifestaciones de gratitud que las personas dejan como testimonio en la tumba del Minerito, reconociéndolo como alma caritativa y bendita.
El cerro es un lugar lleno de misticismo, ritos y símbolos, donde el tiempo paró para ceder espacio a una plegaria por el alma bendita del minerito mártir Juan Pablo
Inofuentes, minero de Quechisla, que recoge el exceso de dolor que puede haber en la vida de cualquier mortal.
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