El hombre andino actual es el resultado de los encuentros, a veces más traumáticos y a veces más tranquilos, entre diferentes culturas. Su creatividad y adaptabilidad le ha permitido durante siglos no solamente sobrevivir a momentos de crisis que amenazaron con extinguirle sino, en la mayoría de los casos, sacar provecho de ellos, interpretarlos a su manera y enriquecerse, logrando que su cultura ancestral salga cambiada pero también reforzada.
Una buena muestra de esta habilidad es la exposición Retablos y piedras santos: la materialidad de las wak’as, que el miércoles se inaugurará en el Museo de Etnografía y Folklore (Musef). En ella se podrán contemplar 60 objetos religiosos portátiles —retablos, cruces, piedras santos, illas y misterios de la colección del museo— pertenecientes al arte popular de principios del siglo XX y que emparentan directamente con el pasado colonial y una forma de ver el mundo filtrado por esa prodigiosa capacidad de adaptación.
El Musef comenzó la colección en los años 70 del siglo pasado. Desde entonces, sus técnicos intentan aumentar sus piezas cada vez que hacen un viaje a las zonas rurales del país, pero no resulta fácil porque “la gente las conserva con mucha devoción y no quiere desprenderse de ellas”, dice Varinia Oros, curadora de la exposición. Una religiosidad y una forma de interpretarla bien enraizadas que se mantienen hoy prácticamente igual que cuando surgieron al principio de la Colonia.
ÍCONOS. Cuando los españoles llegaron a los Andes quisieron imponer su religión y sus santos. Y no lo consiguieron o lo lograron solo en apariencia, porque lo que los indígenas hicieron fue apropiarse de las imágenes pero no tanto de su significado. Las reinterpretaron de acuerdo con su realidad, las tradujeron y tomaron su forma exterior para utilizarla: los retablos y las imágenes representaban para ellos no a los santos cristianos —o no solo a ellos—, sino a las deidades ancestrales indígenas que hasta entonces no tenían una forma concreta y la encontraron en la iconografía cristiana.
La exposición cuenta con varios retablos y piedras santos para adorar a Santiago, al que muchas comunidades indígenas bolivianas tienen una fuerte devoción, especialmente en Santiago de Bombori, Potosí, y en Huaqui, La Paz. En todas las escenas el santo, a caballo y blandiendo su espada, aparece acompañado de una bala de cañón o un perdigón de escopeta que representa a Illapa, una de las antiguas wak’as: el dios del rayo para las religiones andinas. Se presentan juntos porque para el artista y para el devoto que luego utilizará el retablo son lo mismo. Ambos significan acontecimientos violentos: Santiago matando moros y el rayo amenazando o fulminando al hombre. La violencia de Santiago es, además, útil porque protege a los llameros de las amenazas que le acechan en el campo. Por eso en los retablos se incluyen pequeñas llamas que completan la escena.
CAJAS. La mayoría de las obras son pequeñas porque tienen que ser portátiles. El devoto o el yatiri o quien sea su dueño la utiliza para que le conceda bienes, a él y a su casa pero también a sus pertenencias, sobre todo la cosecha o el ganado. Por eso los campesinos llevan el retablo, la piedra santo o el crucifijo a su chacra y, para protegerlos durante el viaje, los instalan en una caja decorada. De esta forma ponen a la wak’a o deidad directamente en contacto con su vida, ya que según su creencia precolombina —y en contra a la tradición cristiana— el objeto no es una representación del dios sino el dios mismo. El indígena no utiliza la imagen para ponerse en contacto con un espíritu sagrado que está más allá, en el cielo, porque la misma obra es la wak’a que existe aquí y ahora.
También los españoles tenían la costumbre de mover sus santos y sacarlos de sus casas, las iglesias, primero para evangelizar y luego para recorrer las calles de las ciudades coloniales con unas procesiones fastuosas en las que el estilo barroco alcanzaba su máxima expresión, recargado de colores, curvas y exageraciones visuales. El indígena se sentía identificado con las procesiones, que encajaban muy bien con su tradición porque hacían a la deidad móvil y porque tenían mucho que ver con sus gustos estéticos.
FOLKLORE. Tanto, que cuando en el siglo XVII los españoles abandonaron ese estilo por el sobrio neoclasicismo, los indígenas no lo hicieron. Siguieron cultivando el barroco, como se ve en las obras de la exposición del Musef, y como se puede comprobar hoy en las calles. “Las actuales entradas folklóricas son claras herederas de aquellas procesiones”, afirma Oros. “Hasta ahora estamos viviendo un barroquismo exacerbado que se observa, por ejemplo, en el Carnaval de Oruro, con todos esos trajes cada vez más cargados, más brillantes, más exagerados. Nosotros no hemos dejado el barroco para nada”.
Ese es el gusto artístico, el que se encuentra en las piezas de Retablos y piedras santos: la materialidad de las wak’as. Vírgenes muy vestidas, cargadas de adornos dorados y que lloran o sangran; cajas adornadas con motivos florales y que contienen hasta siete u ocho santos que —según lo que representan tradicionalmente en el cristianismo— nunca deberían estar juntos, y crucifijos policromados de los que salen abundantes rayos dorados y amenazantes y en el que Cristo sufre, se desangra y mira directamente al espectador.
Un estilo que desde hace casi cinco siglos responde cabalmente a una manera de ver el mundo y el más allá, la indígena, capaz de reinventarlo todo y adaptarlo, dándole un significado pleno y apegado a la realidad para hacerlo útil. Y por eso mismo capaz de hacer visibles las wak’as, las eternas deidades andinas, materializándolas en el cuerpo, las vestimentas, el significado, los poderes y las amenazas de los santos cristianos.
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