Apachetas. Al recorrer los caminos de la ciudad, se pueden identificar estas estructuras, de gran valor para las familias de aquellos que llegaron al final de su camino, y para otros ajenos también.
Recuerdo vagamente las primeras “apachetas” que observé en la carretera principal hacia el Valle Alto, siendo aún una niña. Mi miedo natural de la infancia, acrecentado por el hecho de no saber qué o “a quién” guardaban esas pequeñas estructuras, se confundía con una morbosa curiosidad que, finalmente, me obligó a preguntar.
Y aunque ya sé que “no, no son tumbas”, los relatos alrededor de ellas siguen generando algunas dudas.
El antropólogo José Antonio Rocha explica que mientras algunos grupos humanos recurren a la racionalidad y la razón para dar sentido a las cosas, pueblos como el nuestro entienden sus relaciones a través de los símbolos.
Es por este elemento comunicacional que se ven en la necesidad de expresar sentimientos de manera visible, no basta la idea, ni las invocaciones ni los rezos; debe existir un correlato material, visible y tangible, “como es un pequeño altar y una cruz”, dice Rocha.
Esta urgencia de expresión se evidencia de manera especial en situaciones en las que la muerte ha llegado en un momento trágico, como es un accidente de tránsito.
“Hay ciertas personas que por alguna situación especial, son las que convocan a la mayoría de la gente”, indica Rocha, en referencia a aquellos lugares que siempre aparecen repletos de ofrendas florales, velas, cartas y plaquetas de agradecimiento.
Este es el caso de la visitada capillita de Gunnar Mamani Chavarría, un joven que murió en un accidente en el puente Huayna Kapac el año 2010, días antes de cumplir los 21 años.
UN DÍA DEL MAESTRO
Don Benedicto Mamani me recibe en su taller mecánico en la Av. 9 de abril, ofreciéndome asiento en un sofá protegido del sol abrasante de las 11.
Ya sentada, puedo ver dos velitas ardiendo en una repisa del lado derecho, ya cerca de consumirse pero bien erguidas, como firmes guardianas de la imagen detrás de ellas, el rostro de Gunnar, el menor de los hijos varones.
La última vez que Benedicto habló con su hijo fue mediante una llamada telefónica; el joven había salido con sus amigos y se reportó ese 6 de junio por la tarde. “¿A qué hora vas a estar en la casa?”, preguntó el padre. “A las siete…siete y media”. “Apúrate, mañana es lunes, tenemos que trabajar”. “Sí papito, ya me voy a ir”, esto fue lo último que escuchó decir a su hijo.
Luego de una comunicación con uno de sus hermanos, Gunnar llamó a su madre, quien creyó escucharlo decir que estaba en Santa Cruz (hablaba del Parque Mariscal Santa Cruz, en cuyas inmediaciones se realizaba la kermesse a la que asistió ese día del maestro). “Volví a llamar y no me contestó, varias veces lo intenté, pero no contestaba”. Para la mañana del lunes, la preocupación se incrementó.
“Él tenía la llave del taller y siempre abría tempranito, aunque durmiera tarde. A las ocho ya estaba todo barridito y él bien peinadito”, cuenta Mamani. Preguntar al compadre de Gunnar (vecino de la zona) con quien fue al evento, no tranquilizó a nadie. “Ayer lo dejé, le he buscado toda la tarde, no sé. Debe estar con sus amigos”, indicó deslindándose de alguna responsabilidad.
Esperaron hasta la tarde, a la expectativa de verlo aparecer, creyendo que el miedo a la reprimenda era lo que retrasaba su retorno. El martes, el miedo se apoderó de toda la familia. Forzaron la puerta del taller, temiendo encontrarlo adentro, herido o inconsciente, pero no había nadie ahí. Decidieron reportar su desaparición.
En su trayecto para comprar un candado para la cerradura dañada Don Benedicto compró un periódico y entre las notas policiales vio la foto de un joven, con la ropa que Gunnar usaba la última vez que lo vieron.
“¡Hortencia, tu hijo está muerto!”, le dijo el padre a la madre, como intentando no dejar ver su propio estremecimiento. Los reclamos al vecino no dieron consuelo, nada sería lo mismo.
A raíz del shock emocional y el posterior periodo de melancolía y estrés que atravesaron, tanto Hortencia como Benedicto sufrieron ambos preembolias y la paralización de sus brazos: “casi me muero... no era por el trabajo, yo me moría”, afirma ella.
Los hermanos –Álvaro, Armin y Nilda– solo podían intentar consolar a sus progenitores, mientras lidiaban con su propio dolor y culpa (se autoreprochan no haberlo ido a buscar) ante esta irracional pérdida. “Nos hemos quedado vacíos, perder un hijo con esa edad había sido lo peor, no lo quisiera ni para mi peor enemigo”, dice don Benedicto con voz quebrada, pero se repone rápidamente: debe pensar en la pequeña niña que Gunnar dejó en la orfandad, una nieta que ahora tiene ocho años y el carácter “bandido” de su papá.
EL AMIGO DEL PUENTE
“Teníamos que poner algo, eso hay que hacer cuando se mueren en la carretera. Queríamos poner una crucecita nomas, pero su suegro se brindó y él lo hizo”, indican sobre la construcción de la capillita que ahora atrae miradas y ofrendas de gente desconocida.
Armin cree que los primeros visitantes fueron personas que, en la fe católica, vieron el altar y se detuvieron a rezar por el alma y pedir un favor, y al ver que se cumplió, pasaron la voz, generando más y más interés.
“Cuando voy, siempre se me acercan extraños, me preguntan de quién es la capillita, les digo que es mi hermano y se emocionan. Me cuentan que les hizo muchos milagros que por eso no le hacen faltar flores”, afirma Armin, las mismas que, apretadas alrededor de la capilla, superan el metro de diámetro.
“Esto es poco, hubiera visto en Todos Santos”, cuenta doña Hortencia, señalando la hornacina, mientras acomoda los floreros y recoge las ramas secas, llevándolas al turrilcito que algún visitante dejó para no esparcir la basura.
A sus 65 años, trabaja en la limpieza de un colegio: “ya me canso a veces, miro el piso y veo que es harto el trabajo, y le pido al Gunnar que me ayude, escucho el balde, suena como si alguien estuviera moviendo, ya sé que está ahí, y de verdad, acabo rapidito”, cuenta, abriendo aún más sus ya enormes y dulces ojos.
“Los seres humanos no podemos dejar de expresar nuestras emociones y sentimientos, sino a través de estos símbolos (…) necesitamos a alguien que nos acompañe, mínimamente, que nos guarde, que esté pendiente de nuestras cuestiones cotidianas, de preocupaciones, de sufrimiento, de dolor”, interpreta Rocha y recuerda un relato de un pueblo brasileño, según el cual, a cada persona le llega “su plenitud”: “un niño que muere a los pocos meses de nacer, llegó a su plenitud, y como tal, puede bendecirnos, porque llegó a ese momento culminante de la vida. Un joven que muere a una corta edad, ese era el punto en el que tenía que dejarnos físicamente”. Y haber atravesado ese plano les da esa virtud de conceder favores.
Es precisamente la materialización de esos pedidos lo que aviva la esperanza alrededor de la figura de Gunnar, los testimonios y agradecimientos que se comunican a voces, en conversaciones, y que también aparecen en las plaquetas selladas en el pequeño altar.
NECESIDAD DE AMPARO
Karl Marx, en su teoría del materialismo histórico, estableció que la clase oprimida (el proletariado) justificaba su sufrimiento con relatos religiosos y trascendentales, entre ellos, los relacionados a las almas protectoras.
Rocha admite este razonamiento como parte, solo parte, de la explicación integral del por qué de estas interpretaciones de lo espiritual. “Sin necesidad de reducirlo todo a lo trascendente y religioso, requerimos que tanto personas vivas como las que ya se han ido, estén acompañándonos, estamos conectados para sobrellevar nuestras cuestiones cotidianas”, acota.
Rocha recupera al sociólogo francés Émile Durkheim, para quien los seres humanos transportamos a la esfera de lo sagrado (lo religioso y trascendental) nuestras necesidades (lo cotidiano e inmediato), lo simbólico sigue siendo vital, en especial para los pueblos andinos: “necesitamos del vivo y del muerto, somos una comunidad, nos ayudamos entre todos, incluyendo los que no están, porque ellos responden”.
Pensemos en lo que deseamos y anhelamos muy individualmente. No descarto la posibilidad de que entre los millones de oraciones estén aquellas que pidan la paz en el Medio Oriente, el fin de la violencia contra la infancia y las mujeres, el cese de la corrupción y el hambre; pero lo que más sentimos es lo cercano, lo que nos preocupa y atribula de manera directa: el dinero que fue extraviado o robado para pagar al banco, las bajas calificaciones en la escuela, la indiferencia de los seres amados, las peleas en el lugar de trabajo.
Es en esa esfera micro en la que nos sentimos desamparados por los operadores oficiales, por los vivos, y así, recurrimos a quienes ya no podemos tocar o ver. Y si, como Gunnar, ellos parecen responder, no puede cuestionarse el gesto, tan significativo para uno, de elevar un rezo y dejar unas flores, algo que yo también quisiera hacer.
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